(Un texto de Luis Gago en El País
del 17 de agosto de 2019)
Sorprende casi que toda la música
de alguien tan excesivo, en todos los sentidos, como Héctor Berlioz pueda
contenerse en tan solo 27 discos compactos, una cifra más que modesta si
pensamos en las dimensiones habituales que alcanza la producción de
prácticamente cualquiera de sus contemporáneos, empezando por Franz Liszt, uno
de los más fieles defensores del francés durante toda su vida. La explicación
más sencilla es, quizá, que Berlioz es un verso libre que no se parece a ninguno
de ellos, empezando por el hecho, casi insólito en su gremio, de que nunca
aprendiera a tocar el piano, a pesar de que, si algo caracteriza a los
compositores románticos, es que todos ellos fueron virtuosos del instrumento,
empezando, por supuesto, por el propio Liszt.
Berlioz fue, sin embargo, un adalid
del Romanticismo, en su vida y en su obra. El mucho más moderado Verdi reparó
en su querencia a situarse siempre en los extremos, algo que no le impidió, y
así lo admitió expresamente el italiano, hacer cosas admirables. Como tampoco
disfrutó de una formación musical convencional ni exhaustiva, ni fue nada
parecido a un niño prodigio, Berlioz ha sido objeto de frecuentes reproches por
lo que se consideran muestras evidentes de incompetencia técnica: "Hay en
Berlioz torpezas armónicas que te hacen gritar", escribió Pierre Boulez,
que parece inspirado por una crítica de Claude Debussy aparecida en Gil Blas
el 8 de mayo de 1903 en la que leemos: "Berlioz ha sido inmediatamente
adoptado por los pintores; podría incluso decirse sin ironía que Berlioz fue
siempre el músico preferido de los que no saben mucho de música. Las gentes del
gremio siguen alarmándose ante sus libertades armónicas (hablan incluso de sus
'torpezas') y su negligencia formal". Y en una entrevista que le hicieron
en La Revue Bleue el 2 de abril de 1904, el autor de Pelléas et Mélisande
fue aún más acerbo: "Berlioz es una excepción, un monstruo. No es un
músico en absoluto; transmite la ilusión de la música con procedimientos que
toma prestados de la literatura y la pintura. Además, no veo en él gran cosa de
especialmente francés".
La principal ocupación de Berlioz
—y, por tanto, los únicos ingresos estables de los que disfrutó durante toda su
vida— fue la de bibliotecario del Conservatorio de París, complementada por su
labor durante 30 años en el Journal des Débats, en cuyas páginas demostró
ser un crítico acerado de todo y de todos, excepto de sí mismo. Esos centenares
de artículos y sus ingentes Memorias, en las que falta a la verdad casi
con el mismo desparpajo que su admirado Richard Wagner en las suyas, nos
permiten asomarnos a la mente de este hombre fascinado durante toda su vida por
la voz humana y por el canto: "Un colosal ruiseñor, una alondra del tamaño
de un águila, semejante a la que se dice que existía en el mundo
primitivo", fue como lo definió Heinrich Heine, otro de los muchos
románticos que frecuentó Berlioz en París. Pero no fue hasta 1830, y ya tenía
entonces 26 años, cuando compuso su primera obra de auténtica entidad, sin
voces: la revolucionaria Sinfonía fantástica, una pieza programática en
la que, como novedad absoluta en el ámbito sinfónico, un compositor se situaba
como protagonista y desencadenante de su criatura. Strauss iría mucho más lejos
décadas después en su Sinfonía doméstica, por supuesto, pero fue Berlioz
quien abrió antes que nadie la espita de la subjetividad a ultranza, quien no
tuvo empacho en poner música a todos los excesos y las pesadillas del
Romanticismo.
El sesquicentenario de su muerte
en 1869 está dando lugar a multitud de conmemoraciones en Francia y ha sido,
asimismo, la espoleta de la publicación de su opera omnia en disco, una
empresa que estaba todavía pendiente. Y esta caja del sello Warner pone las
cosas en su sitio para que cada uno pueda juzgar por sí mismo. Muchos se sorprenderán
de que no haya una sola obra para piano, ni tampoco incursiones en la música de
cámara, pero en Berlioz casi nada es convencional.
El catálogo del francés se divide
en cuatro grandes apartados: las piezas orquestales, su producción vocal no
operística, su música sacra (la Grande messe des morts y el Te Deum,
dos obras desmesuradas y celebratorias, y la muy delicada trilogía sacra L'enfance
du Christ) y, por último, sus tres óperas, la última de las cuales, Les
troyens, constituye, sin ninguna duda, la culminación de su carrera, su
composición más ambiciosa y la plasmación más completa de su genio melódico,
orquestal y dramático. Curiosamente, es también, de alguna manera, la más académica,
por el tema elegido (un homenaje a su infancia, ya que aprendió latín muy
pronto traduciendo al francés la Eneida, de Virgilio) y por sus hechuras
de grand opéra, una rígida y ampulosa creación casi exclusiva de la
Francia decimonónica.
Aunque ha tenido que licenciar de
otros sellos las grabaciones de algunas rarezas, el gran atractivo de la
exhaustiva caja publicada por Warner es que el peso de la interpretación recae
sobre varios directores que son o han sido admiradores y defensores acérrimos
de la causa de Berlioz, encabezados por dos extranjeros afrancesados: el inglés
John Eliot Gardiner y el estadounidense John Nelson. Hay también valedores
galos (el gran Jean Martinon, Louis Langrée, Michel Plasson ó Franlois-Xavier
Roth en la primicia discográfica absoluta de Le temple universel) e
incluso una incursión puntual del que ha sido quizá su máximo abogado desde el
podio, el británico Colin Davis, que dirige aquí la escena lírica Herminie
a una sobresaliente Janet Baker, protagonista a su vez de otra joya recuperada
ahora por Warner: la mejor versión jamás grabada de una de las grandes obras
maestras del compositor francés, el ciclo de canciones Les nuits d'été,
con un igualmente inalcanzable John Barbirolli al frente de la Orquesta New
Philharmonia.
Es mucho, muchísimo, lo que hay
en estas Obras completas de disfrutable, tanto en las rarezas
cuasidesconocidas como en los logros más incontestables de Berlioz: la
efusividad poética de la "sinfonía dramática" Roméo et Juliette
(en una intensa interpretación dirigida por Riccardo Muti), las oberturas
orquestales plagadas de sorpresas, el Goethe á la francaise de La
damnation de Faust. Pero la summa perfecta del universo berliozano
es, hay que insistir, Les troyens, que puede oírse en la reciente y
premiadísima versión dirigida por John Nelson al frente de un reparto de
excepción, encabezado por Joyce DíDonato, Marianne Crebassa, Marie-Nicole
Lemieux y Stéphane Degout. Cuatro horas y media de música grandiosa de un
músico tan volcánico y apasionado que en 1859 escribió a su hermana Adéle: J'ai
la passion de la passion.
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