(Un texto de Nelo Maestre y Agata Timón publicado en www.bbvaopenmind.com el 20 de septiembre de 2018)
A finales del siglo XIX el conocimiento humano experimentaba un
momento de plena ebullición: la Revolución Industrial había modificado
completamente la vida en los países occidentales y la ciencia y la ingeniería se habían convertido en herramientas indispensables para el desarrollo de esas sociedades.
Las matemáticas eran el lenguaje sobre el que se sostenían todos
aquellos avances; cada vez eran más precisas y sofisticadas, y su
potencial no parecía tener fin. Sin embargo, en las últimas décadas del
siglo comenzaron a emerger serias dudas en el seno de esta materia,
muchas de ellas relacionadas con un concepto escurridizo, que los
científicos llevaban siglos rehuyendo: el infinito.
En 1874 el matemático conjuntista Georg Cantor despertó a la bestia y aparecieron ciertas paradojas que resultaban ser un gran problema.
La hasta entonces inquebrantable ciencia de la matemática comenzó a
tambalearse. Así, a principios del siglo XX estalló la llamada “crisis de los fundamentos”, que llevaría a una terrible conclusión: las matemáticas no eran infalibles. Dos jóvenes matemáticos, Kurt Gödel y Alan Turing, fueron los encargados de demostrar, entre otros, aquellas limitaciones.
Unos años antes, la crisis de los fundamentos había dividido a la
comunidad científica en varias facciones. Una de ellas, los llamados formalistas, estaba convencida de que todo era alcanzable a través de la matemática dedicándole el tiempo suficiente. David Hilbert,
un matemático de tremenda reputación que abanderaba el movimiento, lo
resumió con una frase: “Debemos saber y sabremos”. Aspiraban a refundar
las bases (o axiomas) de las matemáticas para evitar las paradojas
planteadas, derivadas, seguramente, de un error o falta de precisión en
los planteamientos.
Consistentes, finitarios y completos
Esta misión, que se llamó Programa de Hilbert, proponía una mirada matemática desde un nivel superior para demostrar que los sistemas axiomáticos “bien definidos” tenían tres propiedades que los convertirían en infalibles.
En primer lugar, eran “consistentes”, es decir, no producían
contradicciones (no permitían demostrar a la vez que una afirmación era
cierta y falsa). Además eran “finitarios”, de manera que las
demostraciones se podían llevar a cabo siguiendo una secuencia de pasos
lógicos, de forma algorítmica, y que terminaban en algún momento. Y por
último, eran “completos”, o lo que es lo mismo, para cada afirmación del
sistema se podría demostrar o bien que era cierta o bien que era falsa.
En 1930, después de años de disputas intelectuales, se organizó un congreso matemático en la ciudad de Königsberg (hoy Kaliningrado, en Rusia),
ciudad natal de Hilbert. En las discusiones de clausura, un joven
matemático austríaco se armó de valor y levantó la mano para intervenir.
Ante la mirada expectante de aquellos grandes sabios, Kurt Gödel (28 de
abril de 1906 – 14 de enero de 1978) hizo una afirmación demoledora:
estaba a punto de completar una demostración que ponía fin a la
discusión, ya que probaba formalmente que ningún sistema podría ser a
las vez consistente, recursivo y completo, es decir, el programa de Hilbert era imposible de concluir.
Solo un año después publicó el artículo Sobre proposiciones formalmente indecidibles de Principia Mathematica y sistemas relacionados Allí Gödel demostró, de forma compleja y tremendamente minuciosa, su Primer teorema de Incompletitud,
que dio al traste con el programa de Hilbert. Corroboró que, sea cual
sea el sistema definido, si está construido de forma que no quepan
contradicciones, existirán en él enunciados de los que nunca se podrá
demostrar ni su falsedad ni su veracidad. La demostración de Gödel marcó
un punto de inflexión en la historia de las matemáticas.
La máquina universal
Uno de los encargados de seguir con el legado de Gödel fue el matemático inglés Alan Turing (23 de junio de 1912 – 7 de junio de 1954). Aunque ahora se le reconoce principalmente por su colaboración en la Segunda Guerra Mundial, descifrando los mensajes nazis codificados con la máquina “Enigma”, años antes había publicado el artículo
que realmente cambiaría de forma profunda no sólo las matemáticas, sino
toda sociedad. Mostró que no solo hay problemas no resolubles, si que
además no podemos saber de antemano cuáles son. En concreto, utilizó un razonamiento con ciertas similitudes a Gödel para resolver el llamado Entscheidungsproblem, o “problema de decisión”.
Este afirma que, en cualquier sistema, no siempre es posible determinar
(con un número finito de pasos) si un problema escogido al azar tiene o
no tiene solución.
En su demostración mostró
que hay determinados problemas que no pueden computarse (y en concreto,
esto implicaría que hay problemas que no podemos saber si tienen
solución). Para ello tuvo que establecer una noción rigurosa de
computación efectiva, basada en la idea de su máquina universal. Este
era un sencillo dispositivo formado por una cinta de papel infinita
dividida en casillas, una cabeza que puede leer y sobrescribir símbolos
en las casillas —y además mover la cinta hacia la derecha o la
izquierda— y una serie de instrucciones y estados de partida, que
configuraban el “programa” de la máquina. Turing también probó que este
simple mecanismo, o un conjunto de ellos, podría resolver cualquier
tarea algorítmica presentada. Podría sumar, restar, multiplicar…. y
hacer cualquier otra tarea basada en una repetición de pasos, por muy
compleja que fuese.
Esta idea abstracta parece ahora un poco trivial, pero es la esencia del
funcionamiento del aparato en el que estás leyendo este artículo ahora
mismo. Efectivamente, cualquier ordenador (y smartphone) no es más que un complejo sistema que sirve para implementar en la realidad un grupo de máquinas de Turing puestas a trabajar.
Así, la aparente barrera que había descubierto Gödel, no solo no acotó
el potencial de las matemáticas, sino que ayudó a imaginar la máquina
que más límites ha hecho saltar a la humanidad.
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