(Un texto de Álvaro Van den Brule en El Confidencial del 4 de junio de 2019)
El autor del éxito 'Inglaterra derrotada' publica ahora una novedosa forma de relatar la historia de España; un libro muy recomendable del que adelantamos aquí uno de sus capítulos.
Nada bueno resulta de
llorar por aquello que ya se ha perdido, y si no, que se lo
digan a los turcos tras la escandalosa derrota sufrida
en Lepanto en la costa occidental de Grecia, allá por
el año del Señor de 1571 en una de las más aciagas batallas de
la historia, donde el pensamiento estratégico de los complacidos
otomanos brilló por su ausencia y por el volumen de su
arrogancia y autosuficiencia. A veces, saber demasiado puede
resultar una agonía; y eso o algo parecido, fue lo que les
sucedió a los anatolios, que llevaban repartiendo estopa de
forma reiterada desde in illo tempore hasta que tropezaron con
la horma de su zapato. En el recuerdo de todos pesaba como una
lápida la trágica caída de Constantinopla un 29 de mayo del año
1453, un año fúnebre, donde probablemente se diera uno de los
pasos de página más importantes por su mortífera huella
en la historia conocida.
Saramago decía con su
inapelable sabiduría, que jamás en ningún lugar de este
atribulado planeta, cualquiera de las religiones haya servido para
que la humanidad se acercara con respeto y sin temor
- quizás, solo el budismo haya estado cerca de cumplir estos
propósitos tan elevados como compendio de valores y coherencia
con ellos-, a través de los credos, ya fueran de orden teísta o
politeísta, pues solo han traído a este orfanato cósmico, horror
y terror por doquier. Muchos principios de elevada composición
ética y altas miras fueron interpretados por hordas de barbaros
intelectuales en procesos alineados con el más puro salvajismo y
así nos fue, y así nos va; que de la naturaleza de la bondad que
es la esencia de cualquier filosofía que emane de la inspiración
o contemplación de lo divino como un alto referente de respeto,
amor y compasión por el otro; las acciones humanas de sus
intérpretes han convertido la historia en un lugar de
acontecimientos luctuosos y sangrientos para la humanidad. Igual
que hablo de religiones, hablo de ideologías extremas, qué
más da que da lo mismo.
Posiblemente, si
omitiéramos la batalla de Kursk en la II Guerra Mundial, la
carnicería que causó Aníbal a Roma en Cannas, o la masacre de
Otumba entre otras grandes catástrofes infligidas por unos seres
humanos a otros; Lepanto ha podido ser probablemente el
más sangriento enfrentamiento de la historia de la humanidad,
entendido como confrontación naval. Tras aquella luctuosa
jornada (la más alta ocasión que vieron los siglos, Cervantes
dixit), más de cuarenta mil cuerpos sin ánima se habían
volatilizado de la realidad humana tras un combate de algo menos
de diez horas de duración y de una intensidad dramáticamente
infrecuente. El horror se había manifestado en su más radical
acepción y como macabro récord, no deja de ser algo antológico
por el número de bajas causado en tan breve tiempo. No se
recuerda una batalla por tierra o mar, de proporciones
tan apocalípticas.
La presencia turca
durante mucho tiempo representó una lacerante
humillación tanto en el Mediterráneo como en las
tierras al este de la actual Austria. Cuando en 1570 la isla de
Chipre, una tradicional posesión veneciana, fue tomada por
asalto y sin previa declaración de guerra; este suceso traería
como consecuencia la formación de la Liga Santa, auspiciada por
el Papa, Venecia, Génova, Malta (con una presencia simbólica) y
la monarquía de Felipe II. La participación española, fue
determinante para la consecución de tan grandioso objetivo, pues
se pudieron detraer innumerables efectivos con una
altísima preparación en combate ya que la guerra de
Flandes estaba en un compás de espera en ese momento.
En los prolegómenos de
la idea de dar un escarmiento a la temida e
indiscutible potencia que era el Imperio Otomano
habría que resaltar que en los momentos previos a la crucial
batalla de Lepanto, en los primeros días del gobierno de Selim
II, los turcos habían dinamitado unas buenas y añejas relaciones
con los conspicuos y omnipresentes mercaderes venecianos al
conquistar en el año 1570-1571 la fértil isla de Chipre. La
capital de Chipre, Famagusta a la sazón, no pudo resistir el
brutal asedio otomano que incluía dentro de las habituales
lacras de un cerco de esa magnitud, el lanzamiento diario vía
catapulta de más de un centenar de cabezas de
prisioneros cristianos y de esclavos de todas las
latitudes bajo el control de los anatolios. Cuando ya los
alimentos y el agua almacenada en previsión de un socorro que
nunca llegaría se habían agotado, dentro de la ciudad se dieron
actos de canibalismo sobre los muertos caídos en combate
mientras se improvisaban balsas de cueros solapados para la
obtención de agua de rocío en un acto de extrema supervivencia.
Tras dos meses de una enconada resistencia nunca llegaría
refuerzo alguno y el pulgar de la historia determinó la muerte
expeditiva y fulminante de más de 30.000 inocentes en una orgía de sangre sin parangón. El resto de los vivos – unos
20.000- hubieran deseado no haber nacido. Al tercer
día de saqueo, Famagusta era una gigantesca tea en medio del
Mediterráneo.
Esta estrategia de
erosión orientada a acabar con el "cordón veneciano", una serie
de islas en el Egeo y Adriático, actuaban a modo de eslabones
o bases de abastecimiento a la par que de mercados de
intercambio de tejidos, especias, conocimientos, etc. Cuando ya
estaba calentito el asunto, Pio V, el Papa del momento vio que
las desavenencias entre venecianos y turcos abrían una
posibilidad real en un momento óptimo para formar la anhelada
Liga Santa.
En toda la Europa
católica, se iniciaría una gigantesca recaudación en
más de 400.000 parroquias y conventos quedando así
financiado en parte el propósito de una "Gross Coalition"
integrada por La Monarquía Hispánica, el Papado, la Orden de
Malta, Génova y Venecia, el Ducado de Saboya, y otros varios
ducados italianos de forma más testimonial. Francia se quedaría
mirando para otro lado, recurso muy habitual de la diplomacia
gala, siempre muy grandilocuente en las formas, pero
sustancialmente vacía de contenido a la hora de los grandes
compromisos.
El día 24 de mayo de
1571, el pontífice Pío V reúne a los representantes de Venecia y
España- los pesos pesados de la coalición- que finalmente firman
los acuerdos preliminares de la Liga Santa. Esta decisión es
tomada ante el estupor generalizado por las noticias de la caída
de Chipre y la masacre sobrevenida y por la alarma que genera la
potente flota reunida por los turcos. De esta manera, quedan
solapadas bajo la misma bandera, España -que aportaba
la mitad del total en hombres y naves -, Malta,
Génova, Venecia, el ducado de Saboya, la Toscana y los Estados
Pontificios.![Don Juan de Austria, inmortalizado por Juan Pantoja de la Cruz]()
Ese mismo mes, había
viajado a Madrid el purpurado Miguel Bonelli, cardenal de la
curia vaticana para refrendar en la iglesia de Santa María una
misa en honor de Juan de Austria, Generalísimo desde ese
momento, de la Armada aliada. El hijo bastardo del que fue Gran
Emperador de la cristiandad, Carlos I de España, es visto ya
como un salvador por parte del, pueblo, líderes y
soldados. Los turcos, arrecian por su parte en sus
ataques a los buques católicos de todas las naciones que
configuran la Liga Santa.
Tras salir de
Barcelona con cerca de ochenta galeras, se dirige a Génova para
integrar la armada de Andrea Doria y por las mismas, pone rumbo
al sur hacia Mesina. Reunida en el puerto de Mesina, la armada
combinada formaba una fuerza intimidatoria jamás
reunida hasta aquel entonces en las ancianas aguas
mediterráneas. Más de 200 fragatas, galeras, cocas de
transporte, rapidísimos pataches de exploración y barcos de
menor importancia, transportaban a la elite de la infantería de
la época, los Tercios, empeñados en conjurar las atrocidades de
aquella hidra sin miramientos. Diez compañías del Tercio de
Nápoles de Pedro de Padilla, sumadas a otras 6 compañías del
Tercio de Miguel de Moncada y 9 compañías del Tercio de Sicilia
de Diego Enríquez, todas ellas armadas de espada larga
y corta para el combate cuerpo a cuerpo tan
previsible como desalmadamente carnicero, más sus
correspondientes arcabuces para cada uno de los integrantes y
todos ellos además un pistolón de bola de plomo que se cargaba
siempre tras una simulada retirada táctica en forma escalonada,
una técnica inventada y heredada del glorioso Gran Capitán y de
una eficacia mortífera a juzgar por las enormes bajas
causadas durante el combate entablado en Lepanto.
Tras ser tomada la
decisión de emprender la acción de escarmiento con una potente
expedición naval, la flota de los coaligados reunida en el
puerto siciliano para debatir el plan de acción. Quedaba por
decidir el objetivo de la campaña. Básicamente la destrucción de
la flota del almirante turco Alí Bajá estaba fuera de toda duda.
¿Pero cómo plantear la batalla en cuestión? ¿A
domicilio yendo a su encuentro? ¿Atrayéndolos a mar abierta?
La que prevaleció
finalmente fue la de ir a por ellos. Entonces, la enorme armada
cristiana de la Liga Santa abandonó Mesina con el claro
objetivo de ir a por todas. Las naves otomanas
fueron avistadas un siete de octubre en el golfo de Lepanto,
actualmente, golfo de Corinto. La fuerza de los coaligados en
defensa de los intereses de la cristiandad, más allá de los
objetivos primarios de carácter religioso, ocultaban la
recuperación de las vastas extensiones mediterráneas como zonas
de comercio de carácter prioritario y de actuación militar
preferente en sus variantes secundarias, o lo que es lo mismo, acabar
con la lacra de la piratería berberisca amparada desde
Estambul.
La fuerza era más que
considerable por parte de aquella especie de cruzada
contra los del turbante. Alrededor de 207 finas
galeras de puente corrido y castillete en popa dotadas de
bombardas y falconetes para repartir postas a granel, seis
potentes galeazas muy artilladas y de gran porte con amuras
extraordinariamente altas para la época, y 20 navíos armados con
artillería menor y un elenco de fuerzas de los tercios dotados
de un entrenamiento extraordinario con arcabuces y pistolones de
avancarga por cada infante. El conjunto, con algunos bergantines
y fragatas sueltas, definían un sumatorio de unas 1.215 piezas
de artillería. En lo tocante al contingente humano, se estima
que iban embarcados según estimaciones variadas y a veces
contradictorias, cerca de 90.000 hombres entre las
gentes de mar, galeotes e infantería naval.
Alí Bajá por su parte
no tenía reservas o dudas sobre su papel. El sultán le había
dado instrucciones precisas de aniquilar la flota
cristiana, para ulteriormente represaliar con dureza
en acciones secundarias a Europa por todos sus flancos. Su
flota, superior en naves, sumaba alrededor de 221 galeras, 18
rapidísimas fustas que por lo general actuaban como naves de
exploración, y una treintena de grandes galeotas, mas tenían
como desventaja que portaban casi la mitad de la artillería que
sus adversarios, lo que posteriormente decantaría la batalla. Los
efectivos humanos rondaban los 80.000 hombres-, con
muchas menos armas de fuego individual y más enfocado a los
arcos, ballestas y alfanjes para el cuerpo a cuerpo. Los
jenízaros sí, llevaban mosquetería, pero esta era inferior en
calidad, precisión y largueza de tiro.
Se hace necesario
recordar en este punto, que el occidente cristiano, llevaba
años de derrotas y en retirada en todos los frentes,
sometido a una forma de crueldad desconocida infligida por el
extremismo más rotundo de un islam en plena expansión e
inspirado en las consignas del profeta Mahoma cuyos dictados
contra “el infiel” eran pasto sólido para las mayores
atrocidades amparadas – y esto es clave-, por su interpretación
de un Dios que era la antítesis de la magnanimidad. Este Dios,
llamado Allah no difería mucho en sus punitivas acciones con
respecto al Dios de los cristianos (no olvidemos las carnicerías
causadas por los cruzados o las persecuciones religiosas contra
las voces discrepantes de los arrianos, cátaros o protestantes),
pero lo que caracterizaba sus actuaciones contra los creyentes
del bando opuesto, era el salvajismo extremo en su
forma de hacer la guerra.
Los método usados
antes y después de la batalla de Mohacs en 1526 ante la
presencia de un sol implacable en las llanuras del sur de
Hungría- violaciones multitudinarias,
empalamientos a cámara lenta con contrapesos para alargar la
agonía de las víctimas, siembra de sal indiscriminada en las
tierras de labor, tierra quemada discrecionalmente, amputaciones
brutales, etc.- inauguran una nueva dimensión en las formas de
hacer la guerra bajo el reinado de Suleiman el Magnífico ; eso,
sin olvidar la crueldad sobre los vencidos en Chipre,
Constantinopla, etc. Occidente vivía sobrecogido ante
la inminencia de su desaparición como civilización.
La Europa del
renacimiento quería volar con sus nuevas expresiones artísticas
revolucionarias, pero tropezaba con el lastre de la falta de un
mecenazgo digno de tal nombre, pues la guerra permanente contra
los sarracenos, se llevaba prácticamente todos los recursos de
las naciones cristianas del Mediterráneo en un
permanente ejercicio de supervivencia. Los otomanos
se paseaban por las desaparecidas posesiones del Imperio Romano
de Oriente como Pedro por su casa.
La situación era en
líneas generales, insostenible. El flujo de mercadería por el
mar Mediterráneo estaba literalmente colapsado por el terror de
una piratería desbordada por parte de esta turbamulta desatada
de turbantes al amparo de la verde bandera con la media
luna amenazante. Para mayor abundancia, el este de
Europa había sido arrasado con formas de crueldad y esclavismo
desconocidas y los éxodos de población aterrorizada ante el
avance otomano desbordaban los caminos y ciudades. Los otomanos
habían llegado a tocar las aldabas de las sólidas puertas de la
imperial ciudad de Viena con la traicionera complicidad francesa
y el estupor del resto de reinos continentales.
Hacia octubre del año
del Señor de 1571, La Liga Santa, una coalición
cristiana formada a regañadientes por temas de
protagonismos y proporciones en las cuotas que debían de aportar
sus miembros coaligados, embarcaban como un demoledor ariete en
su vanguardia a una infantería que apuntaba maneras desde hacía
décadas–los Tercios–, que en un papel más allá de lo heroico,
enfrentarían en el golfo de Lepanto a una descomunal flota
otomana que venía aterrorizando todas las latitudes regadas por
el Mare Nostrum sin excepción geográfica alguna. Daba igual si
tenían que combatir a los tranquilos mercaderes venecianos en
Chipre, invadir Sicilia, atacar a las órdenes militares o
alentar a los piratas de Berbería, saquear a pisanos y
genoveses, asaltar las costas del sur de España o esclavizar a
decenas de miles de desgraciados arrancados de sus anodinas
vidas mientras eran capturados en sus terroristas
razzias costeras.
Prolegómenos de la batalla
Pero hubo un momento
en el que un silencio metafísico comenzó a cobrar la forma de un
rumor incipiente que clamaba una respuesta a aquella minusvalía
política y militar, y la parálisis dejó de ser tal.
Nadie en aquel tiempo,
pensaba que era posible cambiar la historia, la
resignación campaba a sus anchas y la obscenidad de la
impotencia habitaba en lo más íntimo de los afectados por
aquella ola de gentes con turbante que amparados en la impunidad
de la religión, atropellaban sin escrúpulos ni compasión a la
par que arrollaban las sencillas vidas de las gentes humildes a
las que reducían a la onerosa esclavitud, demolían los sueños de
doncellas en edad de merecer que acababan siendo esclavas
sexuales en remotos serrallos de un oriente furibundamente
machista , colapsaban el comercio marítimo sin reparo alguno,
saqueaban sin reparo , y demolían naciones enteras a su paso.
Parecía apuntar la inescrutable flecha de la historia hacia la
permanencia de un estatus inamovible en una agonía sin
fin.
Pero la blindada idea
de la imbatibilidad turca, tenía un ángulo muerto.![Batalla de Lepanto.]()
Ali Pachá, de quién se
decía que su juventud era tan desproporcionada como su
colosal ego inmaduro, lideraba más allá de la
veintena, un total de 274 naves (incluyendo las de
avituallamiento) y más 35.000 hombres de guerra, sin sumar
galeotes ni marinería. A pesar del mayor número de naves, sus
galeras eran considerablemente más pequeñas y sus tropas,
bisoñas, si exceptuamos a los escasos dos millares de jenízaros,
guardia personal del sultán. A Ali Pacha a bordo de la Sultana,
le acompañaban dos expertos marinos más enfocados a la piratería
y no tan diestros cuando se trataba de plantar cara a gente
armada y menos, si estos eran profesionales. Uluch Ali, era un
cristiano renegado, y Amurat Dragut era un temido
corsario especializado en la captura de esclavos.
Solo había un
discrepante y este era Petrev, un general de infantería que
argumentaba que la mayor parte de la tropa embarcada no había
combatido nunca y su preparación era más que cuestionable.
Lamentablemente, los furibundos capitanes cercanos al entorno
del sultán clamaban la Guerra Santa contra el infiel, y ese
fanatismo ciego fue su perdición.
El principio del fin
de aquella forma de terrorismo amparada por la religión, se
presentó cuando Juan de Austria, la emblemática figura que
acabaría liderando las fuerzas europeas, un ciudadano de
uniforme llamado a ocupar el más alto sitial en el olimpo de los
héroes “cogió su fusil”.
Hermanastro de Felipe
II compartía el mismo molde que Alejandro Magno, Aníbal o siglos
más tarde, Erwin Rommel. Temerario, era la cara opuesta
a la prudencia que caracterizaba a su regio hermano.
Su porte principesco y mandíbula afinada, le conferían una
aristocrática disposición. Más allá de dominar el arte militar
en su más amplia expresión, detentaba una portentosa imaginación
capaz de recular hábilmente desde la compresión de una mera
escaramuza en un espacio reducido en el campo de batalla, hasta
explosionar en un alarde de capacidades innatas que dejaban
descolocados a sus adversarios. Era, en la acepción
más benévola, un demonio desatado, un auténtico profesional de
la milicia de dotes excepcionales.
La compleja confección
y elaboración de los mimbres de la flota que enfrentaría a los
turcos, estaba presidida por delicados equilibrios
diplomáticos. Con sutil habilidad, Felipe II había
trazado a través de su hermanastro Juan de Austria tras arduas
negociaciones, la armazón de una flota combinada con los más
prestigiosos almirantes de la época, de manera que antes de que
comenzaran las complicadas mareas de septiembre, se hubieran
cerrado pactos para evitar agravios entre los protagonistas que
iban a asistir a aquel macabro escenario que se
avecinaba inexorablemente. Cerrar malentendidos e
impedir conflictos de protagonismo que obstaculizaran aquella
compleja y magna tarea era algo imperativo antes de presentar su
tarjeta de visita al arrogante Ali Pacha. Asimismo, se hubo de
convencer al viejo y reticente almirante veneciano, Sebastián
Veniero, de que embarcara a 4.000 soldados españoles de los
tercios en sus galeras, pues estas contaban con un número de
infantes de escasa preparación además, muy mermados en número y
carentes de una equipación digna de tal nombre.
Otra disposición
afortunada y añadida, fue la de deshacerse de los mascarones de
proa y espolones de las galeras reales introduciendo en las
mismas, unas letales baterías que contaban con cinco cañones
alineados que antes de los preceptivos abordajes, escupían una
cantidad de metralla que dejaba a las tripulaciones adversarias
sumidas en profundas meditaciones metafísicas.
En 'La Eneida' de
Virgilio, la imperecedera frase 'Audentis fortuna iuvat': A los
que se atreven sonríe la fortuna, fue quizás el punto de
inflexión a través del cual se refleja un cambio de actitud y
una metamorfosis por la que se trasvasa la parálisis adherida en
occidente, del miedo al valor, en una alquimia necesaria y
obligada en una Europa que pasa de una actitud permanentemente
defensiva por su fragmentada división y guerras intestinas,
hacia un propósito conjunto de más altos vuelos y aspiraciones
más elevadas. Es quizás, la primera vez en que se da una visión
de conjunto, de comunidad, de colectivo con una especie
de identidad común ante un adversario de proporciones
gigantescas.
Siete de octubre
Una mañana temprana de
un siete de octubre, en régimen de descubierta, una temeraria y
rapidísima fusta turca avistaría con consternación y
estupor a partes iguales la que se les avecinaba.
Como en un cuadro puntillista de Seurat, la retina del
sorprendido capitán otomano, quedaría impactada ante la
presencia de centenares de velas que se aproximaban acompañadas
bajo la rítmica cadencia de los tambores que dirigían el sudado
esfuerzo de los desgraciados forzados en su rumbo hacia el golfo
de Corinto. La mayoría de ellas eran galeras que al compás del
chifle (un sonoro y potente silbato) tensaban bajo la terrible
figura del cómitre varias hileras de remos que daban un empuje
adicional a aquella gigantesca flota venida del oeste. Aquellos
desgraciados que habían cometido algún delito ya fuera mayor o
menor, no solo penaban en las sentinas de aquellas agiles naves,
sino que además tenían que enfrentar durante la batalla, ya
fuera el hundimiento de sus naves o la esclavitud ante sus
nuevos amos; vamos, un dilema de calibre.
Por su parte, desde la
capitana turca, la bandera verde del profeta ondeaba desafiante
bajo música de címbalos y trompetas. En el otro lado, un
silencio espectral y casi místico ante el momento tan crucial
que se avecinaba, solo era roto por las oraciones musitadas por
la tropa cristiana. Los hijos de Allah, al revés, configuraban
un griterío que aturdía a distancia, pero era solo fuego fatuo
como se demostraría a posteriori. Momentos antes de la gran
colisión, Juan de Austria, lanza una arenga histórica a los
suyos en la que pone el acento en la épica "Hijos, a morir hemos
venido, a vencer, si el cielo así lo dispone. No deis ocasión a
que, con arrogancia impía, os pregunte el enemigo: ¿dónde está
vuestro Dios? Pelead en su santo nombre que, muertos o
victoriosos, gozaréis de la inmortalidad”. Y así fue.
Cuando se depende del
compás del destino, la vulnerable fragilidad humana, es incapaz
de discutir su suerte, o la acepta o el tormento es mayor. La
castigada chusma de galeotes no tenía ante sí una elección que
fuera peor; era el clásico dilema del ajedrecista que
tiene que tomar una decisión entre mala u otra peor, esto es, lo
que se llama en el argot de los trebejos, el zugzwang. ¿Vivir o
morir? A la postre, la muerte sólo sería una liberación ante la
perspectiva de la terrible condena de estar atados a un banco
corrido de madera día y noche, mes tras mes, año tras año,
rodeado por chinches y ratas del tamaño de elefantes. Juan de
Austria desde “La Real”, anticipándose a la trascendencia del
momento tan dramático por vivir, no quería dejar perecer a
aquellos condenados en aras de la ceremonia de la muerte, y por
ello, tomó la decisión de liberar a los galeotes que penaban de
sus lacerantes y pesadas cadenas al tiempo que repartía pan de
galleta con carne macerada y abundante vino tinto en pellejos y
odres entre aquellos desdichados. Además, les había
prometido que serían libres en caso de victoria, como así
sucedió a la postre.
En los primeros
compases de las escaramuzas previas, los turcos con un
viento adverso de proa, tenían que navegar en ceñida
y con ese hándicap, estaban siendo empujados hacia la costa. El
viento, aliado natural de una nave a vela, neutralizaba el
característico principio táctico de maniobrabilidad requerido
ante un combate de esa magnitud. Esta imprudencia la pagarían
cara los anatolios. Álvaro de Bazán, atento al quite, había
neutralizado una osada penetración en el ala comandaba por el
veneciano Barbarigo, muerto más tarde heroicamente en combate.
Un cronista de excepción llamado Cervantes, inmerso en unas
fiebres que lo tenían doblado, aportaría una lúcida y dramática
crónica de aquella terrible batalla, que quedará para la
historia como herencia y descripción del horror en sus
formas más extremas.![Cervantes, en la batalla de Lepanto, según Augusto Ferrer-Dalmau.]()
Vale más cicatriz por
valiente que la piel intacta por cobarde, así pensaban Bazán,
Juan de Austria, Barbarigo, Marco Antonio Colonna (almirante de
la flota del Papa) o el veterano Sebastián Veniero, un sobrado
marino de 75 años al mando de la flota veneciana. También, la
pequeña y castigada Malta, había enviado a tres potentes galeras
artilladas que a pesar de su simbólica aportación estuvieron por
encima de sus posibilidades.
Las hostilidades se
iniciaron muy temprano y sin tanteos previos más allá de las
inevitables incursiones de las naves de exploración para
calibrar opciones y obtener información. Un tiro de advertencia
a la nave La Sultana declara el principio de las
hostilidades. Las seis galeazas venecianas, unas
naves muy adelantadas a su tiempo – precursoras de los galeones-
pero muy dependientes por su enorme casco y ausencia de remos,
aunque eso sí, sobradas de artillería, lanzan una
terrible granizada de plomo sobre aquellas galeras
enemigas que pasan cercanas a su alcance. El griterío musulmán
se viene abajo tras esta tormenta de fuego.
Choque de egos
Para desgracia de la
flota cristiana, una desatinada decisión del célebre marino
Barbarigo le cuesta la vida atravesado por una certera
flecha que le atraviesa limpiamente el ojo derecho.
Esto, rompe la baraja y genera un importante desconcierto a
pesar de la resistencia que oponen los del flanco izquierdo.
Mientras, en el centro donde gravitan los egos de los dos
combatientes de mayor entidad, Juan de Austria y Ali Pacha, La
Sultana, la nave capitana de los mahometanos embiste sobre el
castillo de proa de La Real, dejándola relativamente escorada.
En ese momento se desata un ataque de artillería asimétrico. La
nave cristiana sin obstáculos en la proa, barre la
cubierta de la nave embajadora de Ali Pacha como en un juego
de bolos. Por el contrario, los del turbante lanzan
por la posición de ambas naves, su artillería a las jarcias.
Los arcabuceros
españoles solo disparan - a pesar de la lluvia de flechas
-cuando las bordas están en situación tocante, ahí es
la carnicería. Centenares de soldados de los tercios
traspasan las cubiertas de las naves que acuden en apoyo de Juan
de Austria y los suyos, pero La Sultana se resiste. Pero ocurre
que Uluch le ha hecho una “verónica” a Doria y se ha colado
entre el cuerpo central y los españoles de Bazán y el genovés,
tensando la situación hasta lo insoportable. Pero Álvaro de
Bazán está muy atento en todo momento y la maniobra queda
abortada mientras el ridículo del muy conservador Andrea Doria
queda patente. Pero la cosa no queda ahí, el prior Justiniano,
un caballero armado no se rinde y toda la tripulación
maltesa es pasada a cuchillo en un cuerpo a cuerpo de
proporciones inenarrables.
En el flanco
izquierdo, Federico Nani, un capitán de confianza del fallecido
Barbarigo, se hace con la nave capitana y comienza una labor de
integración de la disgregada flota. En el fragor de la batalla,
Siroco, uno de los comandantes más entrenados y perspicaces de
entre los otomanos, cae al agua y mientras los suyos pretenden
salvarlos, los cristianos se lo quieren merendar y se entabla
una feroz batalla en torno a esta singular situación. Desde una
galera veneciana, consiguen rebanarle el cuello al desdichado y
muerto el perro, muerta la rabia.
Conquistado el flanco
izquierdo y puestas en fuga las naves turcas que comienzan a
desembarcar en la costa próxima a sus marinos y soldados; queda
el centro. Tras dos horas, en las dos capitanas sigue
la lucha a muerte y sin concesiones. El agotamiento
es patente y la sed merma facultades ante un sol de justicia.
Dos veces se consigue llegar a la popa de La Sultana y las dos
veces, los jenízaros rechazan el ataque de la infantería
española. Los capitanes Lope Figueroa y Moncado, finalmente
acaban desbaratando la defensa a ultranza en la nave otomana.
Juan de Austria, lucha en todo momento tan expuesto como
cualquiera de sus compañeros de armas; providencialmente, Luis
de Requesens llega en su ayuda con dos galeras por la popa de la
nave turca para rematar la faena. Es el fin.
Hacia las cuatro de la
tarde probablemente y con un sol de justicia sobre la tropa, Ali
Pacha recibiría un impacto de arcabuz certero y mortal cayendo a
plomo sobre la cubierta cuando más de 200 hombres de
ambos bandos combatían contra reloj sobre la galera del turco.
Un galeote cristiano “muy subido” se había hecho con un alfanje
y ni corto ni perezoso le había separado la cabeza del soporte
motriz. En la punta de una pica española, se desangraba el
muñidor de muchas de las pesadillas cristianas mientras sangraba
profusamente. La cabeza del almirante turco sería entregada a
Juan de Austria que en un gesto de rechazo más que patente la
envolvió en su túnica y la echó a continuación al agua, el
sudario de cualquier marino muerto en combate - ambos eran del
gremio y esto pesaba en los códigos de las gentes del mar más
allá de sus diferencias-. El pabellón de su nave sería capturado
sin remisión, y mientras- no había corrido la noticia de la
muerte del almirante turco-, la carnicería alcanzaba
proporciones bíblicas. Ese día, Allah no había estado muy
afortunado en su cobertura espiritual, ni inspirado
ante las prédicas de los orantes turcos.
Más de cien galeras y
30.000 desgraciados de los 80.000 que inicialmente contaban en
las filas otomanas, se habían dejado la piel en el empeño; las
pérdidas de los otomanos eran literalmente escandalosas. Más
comprometida había sido la implicación del Dios cristiano en su
asistencia a sus protegidos pues ese día parecía haber estado más
espabilado que lo habitual en él.
Eran las seis de la
tarde y los orientales estaban en franca desbandada.
La república de Venecia y almirante Andrea Doria al mando,
habían sido desbordados por el letal Uchali, un hábil pirata de
Berbería que tras capturar el prestigioso estandarte de la Orden
de Malta había diezmado el ala derecha de la Santa Liga. Falto
de reacción por la crudeza de la batalla y con cierta
desorientación por la brutal colisión en la que había estado
envuelto, Doria, una vez amplificada su visión ante aquella
inmensa melé de abordajes y muerte a destajo –las cubiertas
parecían mataderos regadas por las ingentes cantidades de sangre
vertida en los durísimos cuerpos a cuerpo-; reaccionaría con
cierto retraso para participar en la persecución del sádico
Uchali, que durante la batalla aniquilaría en su integridad a
todas las tripulaciones adversarias que capturó. Ya era
legendaria su crueldad antes de Lepanto. Lamentablemente, este
animal, se daría a la fuga viendo lo feo que se estaba
poniendo el escenario.
Un trabajo a medias
A pesar de la enorme
masa de intervinientes (se calcula que entre las partes llegaron
a sumar cerca de 160.000 hombres en el emplazamiento de
la batalla), una cifra asombrosa si contamos
galeotes, marinos, soldados y apoyatura logística; y de la
contundente derrota infligida a los otomanos, aquella batalla,
la “madre de todas las batallas”, “sólo” sirvió para reportar un
inmenso prestigio a España, pero a la postre, fue una batalla
defensiva y no más que una advertencia al turco. Digo sólo,
porque la faena no se pudo rematar, habida cuenta de que la
entrada del otoño presagiaba las clásicas e inminentes tormentas
que convertían el mar Mediterráneo en impredecible. La sensatez
se impuso y no se pudo profundizar en la victoria aprovechando
el caos y desconcierto causado a las filas adversarias.
Además, la República
de Venecia cuya política mercantil presidia sus relaciones
exteriores desde siempre – y esto hay que comprenderlo desde su
punto de vista pues el movimiento de mercancías era su vida y
esencia como estado – no estaba por la labor de la defensa de
los altos valores que propiciarían aquella gesta. Sin consultar
con la Liga Santa, hizo la paz por separado con el
turco contraviniendo lo pactado en acta solemne un
año antes.
Mientras tanto, el júbilo se había apoderado de España
entera. Fueron días de una alegría exultante y de una
sensación de grandeza merecida. Las gentes de todos los estratos
sociales festejaban aquella victoria como si de la derrota de
Satanás se tratara. En Constantinopla las cosas eran
radicalmente diferentes. Se dictó un bando por el que de forma
taxativa se empalaba sin preámbulos a todo el que hiciera
mención a la derrota. La moraleja que se extrae de este episodio
es un mensaje de rigurosa actualidad; tal que superando
desencuentros y enfrentamientos añejos, Europa podía
ser capaz de movilizarse al unísono frente a un enemigo común
(sea este el que sea), asignatura aún pendiente.
Puestos en contexto,
Lepanto siempre fue una batalla muy debatida como acontecimiento
épico. Significó un punto de inflexión en el poderío
naval turco. No dio lugar objetivamente hablando a
ninguna conquista permanente, fue en puridad (aunque ganada) una
enorme batalla de carácter defensivo y tal vez estéril en sus
resultados inmediatos, fue básicamente un aviso a navegantes que
apuntaba directamente la línea de flotación de los desmadrados
otomanos. Chipre había caído ante el formidable impulso
sostenido de las fuerzas anatolias al igual que la hermosa Creta
de reminiscencias Minoicas. La Santa Liga se deshizo al poco
tiempo. Los españoles nos apuntamos la victoria como nuestra,
los protoitalianos como suya. Si bien gran parte de la
financiación, la dirección y concepción estratégica de la
batalla corrió a cargo de la Monarquía Hispánica ( el 50% de los
gastos, la mitad de las naves y un tercio de los soldados) sin
olvidar que lo más granado de los tercios —la infantería más
potente en aquel tiempo—, fueron decisivos en una batalla solo
apta para soldados extraordinariamente profesionales; aún hoy se
discute el peso de España en aquella decisiva contienda que
pasará a los anales de la historia militar porque los pilares de
la tierra temblaron ante la perspectiva de una tiranía
de colosales proporciones, algo que afortunadamente
no llegó a ocurrir.
A modo de conclusión,
resta decir, que la victoria tiene muchos padres y la
derrota muchos huérfanos y viudas, víctimas casi
siempre de la ambición de unos pocos, escasos de frente y
sobrados de testosterona, que complacientes en su confortable
lotería vital de suerte y mimados por la fortuna, carecen de
empatía con las víctimas que sacrifican, ya sean estas propias o
ajenas; y esto último, lamentablemente es literal y un ciclo que
habita el infernal continuum de la humanidad desde la noche de
los tiempos. Triste lugar este donde abandonados a nuestra
suerte y la imbecilidad de enfermizos egos, penamos de
forma permanente un absurdo indescifrable.
Lepanto fue la tumba
de más de 40.000 hombres de armas (entre cristianos y
musulmanes) que en diez aciagas horas en las que el infierno
abrió sus fauces inmisericordes hasta atragantarse en una
indigestión de sangre sin precedentes, ya empachado y ahíto,
decidió con la caída del sol, acabar con aquella
merienda de blancos.
Etiquetas: Pequeñas historias de la Historia, s. XVI