(Un texto de Berhard Zand en el XLSemanal del 19 de agosto de 2018)
Pekín está implantando en Sinkiang un estado de vigilancia sin
precedentes en el mundo. El Gobierno quiere controlar a la minoría
musulmana de los uigures utilizando los métodos más modernos. Viajamos
por una región sumida en una calma fantasmal. Y, por momentos,
aterradora.
La ciudad de Kasgar, en el extremo occidental de
China,
recuerda en algunos momentos al Bagdad de después de la guerra. Ruido
de sirenas, vehículos blindados patrullando, el estruendo de aviones de
combate cruzando el cielo. Los agentes de Policía, equipados con
chalecos antibalas y cascos, regulan el tráfico con gestos bruscos,
autoritarios. Pero más pronto que tarde vuelve a caer sobre la ciudad un
silencio fantasmal, una quietud que pone los pelos de punta. El viernes
a mediodía, la hora de la oración principal para los musulmanes, la
plaza frente a la gran mezquita de Id Kah está prácticamente vacía. No
resuena la llamada del almuédano, solo se oye un ligero pitido cuando
alguno de los escasos fieles cruza el detector de metales situado en la
puerta del templo. Docenas de videocámaras vigilan todo lo que ocurre.
Personal de seguridad, algunos de uniforme, otros de paisano, recorren
el centro histórico. Lo hacen tan silenciosamente que es como si
quisieran escuchar los pensamientos de las personas con las que se
cruzan.
Los periodistas tampoco nos libramos de esta presión. Cuando nos paramos
a hablar con alguien por la calle, enseguida aparecen varios agentes
para interrogar a nuestros interlocutores.
En ningún otro lugar del mundo, probablemente ni siquiera en Corea del
Norte, la población se encuentra sujeta a un control tan férreo como
aquí, en la Región Autónoma Uigur de Sinkiang.
Represión hay desde hace años, pero en los últimos meses se ha
agudizado. Y se dirige sobre todo contra la minoría uigur. Pekín
considera a los diez millones de integrantes de este pueblo de etnia
túrquica y religión musulmana sunita como un factor distorsionador en la
construcción de una «sociedad armónica». La serie de atentados de hace
unos años en los que tomaron parte militantes uigures reforzaron esta
sospecha.
Los uigures se
consideran una minoría discriminada. Cuando se produjo la incorporación
de Sinkiang a la República Popular de China en 1949, suponían el 80 por
ciento de la población. Con la llegada masiva de colonos de etnia han,
incentivada por el Gobierno central, esa proporción se ha reducido hasta
un 45 por ciento. Y son los recién llegados los que más se benefician
del crecimiento económico de la región, rica en petróleo, gas y carbón.
Contra
esta situación que consideran injusta se revolvieron los uigures. La
respuesta de Pekín ha sido la implantación de un régimen de seguridad
único incluso para ese Estado policial que es China.
Pekín está dotando a su provincia del extremo occidental de la más moderna tecnología de vigilancia:
ya sea en ciudades con millones de habitantes, como Urumchi, o en las
más remotas aldeas de montaña, hay cámaras vigilando cada calle y cada
esquina; en estaciones de tren, aeropuertos y en la multitud de puestos
de control repartidos por toda la región se han instalado lectores de
iris y los llamados
sniffers wifi, dispositivos que permiten vigilar el tráfico de datos por las redes inalámbricas.
Toda
esta información converge en una denominada ‘plataforma operativa
integrada’, donde se almacenan otros muchos datos de los habitantes de
la provincia: hábitos de compra, movimientos bancarios, estado de salud…
además del perfil genético de cada persona registrada en Sinkiang.
Todo
aquel cuyo rastro de datos lo convierta en sospechoso a ojos del
régimen es detenido y encarcelado. El Gobierno ha creado una red de
cientos de campos de reeducación, y presuntamente decenas de miles de
personas habrían desaparecido en ellos durante estos últimos meses.
La imagen que deja un viaje por esta provincia del interior de China y
la multitud de conversaciones mantenidas -con unas personas forzadas
siempre a guardar el anonimato- es inequívoca. Sinkiang, una de las
regiones más remotas y atrasadas del gigante asiático, es una distopía
convertida en realidad. Y permite hacerse una idea de lo que un régimen
autoritario es capaz usando la tecnología del siglo XXI.
Urumchi, la capital de Sinkiang, con su moderno
skyline
formado por docenas de rascacielos, tiene una población de tres
millones y medio de habitantes, tres cuartas partes de los cuales son
chinos de etnia han, mientras que los uigures constituyen la principal
minoría. En la ciudad también viven kazajos, mongoles y miembros del
pueblo hui, de lengua china pero religión musulmana. «Todos los grupos
étnicos están unidos como las semillas de una granada», se lee en un
cartel tendido sobre la autopista.
«La realidad es que no te puedes fiar de los uigures -dice un chino
han que trabajó para el Ejército-. Hacen como si fueran tus amigos, pero
luego van a lo suyo y solo se ayudan entre ellos».
La desconfianza entre ambos pueblos ha ido creciendo a lo largo de los años.
En 2009 se produjo un estallido de disturbios étnicos en Urumchi,
murieron casi 200 personas; la mayoría, chinos han. En 2014, varios
uigures apuñalaron a 31 personas en la ciudad de Kunmíng; poco después
dos coches atravesaron a toda velocidad un concurrido mercado de
Urumchi, de nuevo con docenas de víctimas. Desde entonces se han
producido menos ataques de envergadura y para consolidar la precaria
calma, el Gobierno de Pekín decidió enviar a Sinkiang a Chen Quanguo,
jefe del Partido en el Tíbet. Durante estos dos últimos años ha aplicado
aquí las mismas medidas que puso a prueba en la región tibetana. En
primer lugar, ha levantado por toda la provincia miles de puestos de
Policía, búnkeres rodeados de vallas y fuertemente vigilados, que en
Urumchi se alzan en todos los cruces importantes de la ciudad.
Además, Chen ha introducido un sistema que recuerda a la vigilancia
de bloques de la Alemania comunista: los miembros del comité local del
Partido vigilan lo que ocurre en los edificios de viviendas y espían a
sus inquilinos. ¿Quién vive aquí? ¿Quién ha venido de visita? ¿De qué
hablaron? Y, como si todo esto no fuera suficiente, también se controla a
los controladores. muchas viviendas tienen pegatinas con códigos de
barras, que los agentes deben escanear para demostrar que efectivamente
la han visitado.
Para perfeccionar el control social,
los vecinos también están obligados a actuar como informadores.
«A primeros de año vinieron a verme -cuenta un hombre de negocios de
Urumchi-. Me dijeron: tu vecino y tú respondéis desde ahora el uno por
el otro. Si uno de vosotros hace algo que no debe, os
responsabilizaremos a los dos». Este ciudadano asegura que ama su país.
«Pero me niego a espiar a mi vecino».
El antecesor de Chen en el
cargo apostó por el despegue económico de Sinkiang, nos cuenta un
conductor de la capital mientras señala los edificios del centro. Cuanto
mejor le fuese a la gente, más segura sería la provincia, esa era la
idea. «Ya nadie cree en eso. La economía sigue creciendo, pero ahora la
prioridad es la represión».
La
ciudad-oasis de Jotán, con sus 300.000 habitantes, se encuentra en el
suroeste del desierto de Taklamakán. Como los ataques se suceden aquí
con mayor frecuencia, la vigilancia es especialmente severa.
Cuando
visitamos Jotán en 2014, todavía pudimos encontrar -después de muchas
gestiones- a una persona dispuesta a hablar sobre la brutal actuación
del Estado en los pueblos que rodean la ciudad. Una conversación
parecida hoy es impensable, nos dice esa misma persona a través de un
servicio de mensajería instantánea. Ya ni siquiera es posible ir de un
pueblo a otro sin un permiso por escrito, y mucho menos reunirse con
extranjeros. «Quizá dentro de un par de años se vuelva a poder»,
escribe. Y añade. «Borrad esta conversación del móvil inmediatamente.
Borrad todo lo que pueda parecer sospechoso».
A las afueras de la ciudad hay un moderno centro comercial. Apenas
una quinta parte de los locales están abiertos, la mayoría han sido
clausurados recientemente: «Cerrado para asegurar la estabilidad»,
figura en el aviso oficial colocado sobre las puertas. «Los han mandado a
todos a estudiar», dice en voz baja un transeúnte que mira a su
alrededor con precaución.
«Qu xuexi», ‘irse a estudiar’, es una de
las expresiones más habituales en Sinkiang estos días. Es un eufemismo
para decir que alguien ha sido detenido y que desde entonces no se lo ha
vuelto a ver. Las ‘escuelas’ son campos de reeducación a los que se
envía, sin acusación ni juicio, a ciudadanos chinos para someterlos a
cursos de patriotismo.
Prácticamente la mitad de las personas con
las que charlamos nos hablan de familiares o conocidos «enviados a la
escuela» y como motivo mencionan contactos en el extranjero, visitas
demasiado frecuentes a la mezquita o tener contenidos prohibidos en el
móvil o el ordenador. Por lo general, los familiares no tienen noticia
de los desaparecidos durante meses. Si consiguen verlos, es a través de
un monitor en la sala de visitas de uno de estos campos de reeducación.
Durante
nuestra conversación con un vendedor de alfombras en el mercado de
Jotán, aparece de repente una mujer con un vestido corto. Trabaja en un
organismo oficial, dice, y se ofrece a traducir la conversación del
uigur al chino. Más tarde, durante el recorrido por el casi desierto
mercado, nos dice que no, que el cierre de las tiendas no tiene nada que
ver con campos de reeducación. «A los empleados los han mandado a un
curso de formación en nuevas tecnologías», asegura. Luego se despide
educadamente.
Un par de horas después nos dirigimos en coche a la
estación para coger el tren hacia Kasgar. La estación tiene unas medidas
de seguridad propias de una base militar. «Ah, mira, son los
periodistas extranjeros», le dice una revisora a su compañera cuando le
pregunto por nuestros asientos. El tren va prácticamente lleno. Y en
nuestro vagón, qué casualidad, va sentada la mujer del vestido corto que
se ofreció como traductora en el mercado.
Kasgar
tiene más de 2000 años de antigüedad, era una de las escalas más
importantes de la Ruta de la Seda. Ahora el Estado ha reconstruido todo
el casco histórico como un pintoresco parque de atracciones para
turistas.
La mayor parte de los taxis de Kasgar están equipados con dos
cámaras. Una enfoca el asiento del copiloto, la otra vigila el asiento
trasero. «Lo ordenaron hace un año -dice un conductor-. Las cámaras
están conectadas directamente con los organismos de seguridad, se
encienden y se apagan solas, nosotros no tenemos nada que ver».
En Kasgar es imposible plantearse una investigación periodística normal. No hay nadie que quiera hablar.
Es
aquí donde aparecen unos agentes de paisano que nos seguirán a todas
partes. La cosa se pone delicada cuando entramos en una tienda con
intención de comprar albaricoques. Apenas cruzamos unas pocas frases con
la vendedora, pero cuando vamos a salir de la tienda entran tres de
nuestros acompañantes -entre ellos, una mujer con chaqueta roja- y se
dirigen a la vendedora. Decidimos grabar la escena con el móvil.
Sorprendidos, los agentes interrumpen el diálogo, y tratan de ocultar
sus caras.
Una hora más tarde nos salen al paso un policía y
varios civiles; entre ellos, otra vez la mujer de la chaqueta roja. La
señora es una turista, nos dicen, y acaba de ver que la han grabado sin
su permiso. Según las leyes chinas, esa grabación debe ser eliminada. El
policía nos conduce a una comisaría, donde nos confiscan el móvil. No
solo borran la grabación de la tienda, sino otros vídeos en los que
aparece nuestra guardaespaldas gubernamental. Un agente nos dice,
literalmente, que no tomemos «imágenes tóxicas». Luego nos permiten
irnos.
En Kasgar se puede apreciar en su máxima expresión el Estado de vigilancia en el que se está convirtiendo China.
Y el Gobierno ya trabaja en el siguiente nivel de control: quiere
introducir en todo el país un programa de ‘evaluación social’, una
especie de sistema de
rating por el que se puntuará el grado de
confianza que merece cada ciudadano, se recompensará a los fieles a la
línea oficial y se castigará las conductas inapropiadas. Muchos uigures
se encuentran ya sometidos a un sistema de puntos de este tipo.
Uno
de los afectados nos cuenta que cada familia empieza con un valor de
partida de 100 puntos, pero que se les restan a quienes tienen contactos
con el extranjero o parientes fuera, principalmente en países
musulmanes como Turquía, Egipto o Malasia. Quedarse con 60 puntos o
menos es arriesgado. Una palabra equivocada, un rezo, una llamada
telefónica de más y pueden enviarte ‘a estudiar’ en cualquier momento.
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