(Un texto el Muy Interesante de julio de 2017)
En la
Antigüedad ya había gente -los escribas- dedicada al trabajo administrativo.
Pero fue en el siglo XX cuando surgió la figura laboral que cambió la sociedad:
el oficinista, un tipo trajeado y con horario fijo, encargado de llevar el
papeleo en las empresas que surgían en el mundo industrializado.
James Bond es un oficinista. Es verdad que en el cine no
se le ve jamás dedicarse a ese trabajo, pero su creador literario, Ian Fleming,
nos desveló la verdad sobre las jornadas profesionales de 007: "Solamente dos
o tres veces al año llegaba a su mesa alguna orden de acción que precisaba del
empleo de sus habilidades particulares. Durante el resto del tiempo, desempeñaba las funciones de
un veterano y pacífico empleado del Estado. Flexibles horas de oficina desde aproximadamente las diez
hasta las seis, almuerzo, generalmente en la cantina".
La cruda realidad es que el famoso agente con licencia para
matar no está muy alejado de personajes de ficción ligados al trabajo de mesa, como el famoso
Bartleby de Herman Melville o el mis mísimo Dilbert, que en sus tiras de prensa
convirtió la supervivencia en el absurdo del mundo laboral en su razón de existir.
La imagen de Bond comiendo el menú del día no está muy en
consonancia con el glamur a que nos tienen acostumbradas sus películas. Pero es
que de la oficina se libra muy poca gente. En occidente ha sido desde hace décadas el
lugar de trabajo más común, y no es exagerado calificarla como uno de los
ámbitos de mayor influencia en el desarrollo de la sociedad moderna. La oficina está
ligada al diseño de edificios, a la planificación del horario de millones de
personas,
a su
hora de despertarse, su manera de comer y su hora de cenar, a la evolución de
la configuración de las ciudades, al rediseño del tráfico... Ha sido uno de los
primeros focos de la incorporación de la mujer al trabajo y, años después, de
los primeros casos denunciados de acoso sexual.
La oficina ha servido como pilar para que muchas familias establecieran
los cimientos de su vida, ha estado relacionada con abusos, injusticias, estrés,
depresiones y suicidios. Ha protagonizado series de televisión -de Cámara
Café a la británica The Office-, películas, libros,
cómics... e incluso cuadros, como Night (1940) del pintor estadounidense
Edward Hopper, donde la soledad que acompañaba a su pincel parece incluso más
acentuada, aunque en la pintura aparece más de un personaje. Y a pesar de todo
esto, la oficina encierra una gran paradoja: durante mucho tiempo, su origen ha
sido un completo misterio.
¿Cómo es posible? Precisamente por su ubicuidad. En su imprescindible
libro Cubed. A Secret History of the Workplace (El cubículo. Historia secreta
del lugar del trabajo), el periodista norteamericano Nikil Saval establece que
la oficina permaneció inadvertida -aunque millones de personas trabajaran en
una- por ser considerada un escenario "demasiado banal para merecer una
investigación seria". Eran espacios grises, en los que se desarrollaba un trabajo
igualmente gris; nadie era más anónimo y con menos personalidad que un
oficinista. Cuando Billy Wilder rodó El apartamento (1960) creó unos
decorados exageradamente grandes para la oficina donde trabajaba Bud Baxter (Jack
Lemmon). No se veía el final y las últimas mesas eran más pequeñas, ocupadas
por figurantes enanos, para aumentar la sensación de profundidad. Se trataba de
acentuar la masificación de la que el protagonista solo escapaba prestando su
apartamento a sus jefes para que
llevaran a cabo allí sus aventuras extraconyugales.
Porque esa es otra: la oficina ha traído consigo revoluciones inmateriales,
como una organización del trabajo basada en el escalafón: quienes empezaban en
los puestos inferiores, incluso de botones, tenían la oportunidad de ascender de
categoría y sueldo a base de trabajo y méritos hasta la cúspide. El sistema también
propiciaba comportamientos poco éticos para mejorar, pisoteando las cabezas de
los demás -surgieron figuras como el trepa o el pelota-, y durante mucho tiempo
no se aplicó a las mujeres, que entraron en las oficinas por la puerta de atrás
y quedaron relegadas a los puestos inferiores de la organización.
Pero ¿cuándo empezó todo? La respuesta más acertada es la que
relaciona la oficina con los trabajadores que nunca la han abandonado en siglos
de evolución: los administrativos. Allí donde hacía falta llevar registros y
contabilidad, ha habido oficinas. Esta necesidad surgió poco después de que los
seres humanos se establecieran en poblaciones fijas de tamaño creciente, se
descubrieran la escritura y la aritmética y aparecieran tareas ajenas a las
puramente manuales.
De hecho, el trabajo de oficina es anterior al lenguaje escrito:
las cuentas ya se llevaban escrupulosamente en civilizaciones que aún no tenían
alfabeto e incluso antes de la aparición del dinero. Muchos arqueólogos
consideran que la escritura pudo surgir de las marcas primitivas que se hacían para
llevar la cuenta de las existencias en los almacenes, hace 5.300 años. En
cierto modo, estos almacenes pudieron ser el lugar donde trabajaron los
primeros oficinistas.
En el antiguo Egipto, por ejemplo, se registraban todos los
pagos realizados en especies, sistema que requería de numerosos depósitos donde
guardar las mercancías y de funcionarios que llevaran las cuentas. Apareció la
figura de los escribas, que no solo sabían leer y escribir, sino que tenían conocimientos
de matemáticas y contabilidad. Ellos también podían aspirar a subir en el
escalafón y ocupar puestos de más responsabilidad. Después, la creciente
complejidad de las tareas administrativas llevó a buscar espacios más amplios
para alojar a quienes las gestionaban.
En algunas civilizaciones, los antecesores de los oficinistas trabajaban
en el espacio más noble que pudiera imaginarse: un templo. Muchos documentos
antiguos de Mesopotamia hablan de los asuntos administrativos que se llevaban a
cabo en estos edificios religiosos; entre ellos, el registro de las rentas y
regalos y el reparto de comida y salarios. En Grecia, el templo de Atenea fue
la sede central del Tesoro durante el siglo V antes de Cristo. Previamente, ese
tipo de lugares se habían limitado a las actividades del culto, pero después
los templos griegos no solo sirvieron para el depósito físico de las reservas
monetarias, sino de centro administrativo donde se llevaban a cabo las
transacciones financieras que, con el crecimiento del Estado, no dejaban de
aumentar.
La burocracia creció más con el Imperio romano, a medida que
este se expandía. Echemos un vistazo al papeleo que se desarrollaba por ejemplo
en las oficinas de los censores: recopilar listas de todos los ciudadanos;
hacer constar en ellas su nombre, edad, ancestros, familia, fortuna y pertenencia
a una de las tres tribus de Roma; supervisar el mantenimiento de edificios, templos,
carreteras y acueductos; actuar como guardianes de la moral, con el poder de
castigar a los propietarios de tierras que no las cuidaran adecuadamente, o
incluso de desposeer a un senador de su rango, previa recopilación de la
información necesaria. Todo ello implicaba una cantidad ingente de archivo y clasificación
de documentos, de lo cual se encargaban los procurator, que ocupaban
diversos cargos en finanzas y administración; los publicanus, recaudadores
de impuestos; los notarii, encargados de tomar registro de las
reuniones; y los rationalis, administrativos de rango superior
encargados de las finanzas. Se sabe que en tiempos de Diocleciano, a finales
del siglo III, la burocracia imperial pasó de tener 15.000 a 30.000 empleados. Eso
supone un aumento del 100% en los veintiún años que duró su reinado.
Escribir y llevar cuentas no era entonces un conocimiento al
alcance de todo el mundo; por eso, aquel trabajo de oficina gozaba de
consideración especial. En los siglos siguientes, seguiría siendo importante si
bien en dos escenarios muy distintos: los pequeños comercios y las grandes
administraciones, con Italia como referencia. La contabilidad mercantil se
desarrolló sobre todo en Venecia, donde las cuentas se solían llevar en el piso
de arriba de los propios comercios, y el papeleo administrativo contó por primera
vez con locales destinados para ese fin.
Una de las joyas de la arquitectura mundial del siglo XVI, la
Galería Uffizi de Florencia, fue en su origen concebido por el duque Cosme I de Medici para
albergar los departamentos administrativos y judiciales de la ciudad. Hoy es un
museo cuyos visitantes pueden admirar, además de las obras de arte, el talento visionario
de su arquitecto, Giorgio Vasari, quien diseñó una estructura en forma de U que
sigue vigente en muchos complejos de oficinas modernos. En aquella época, los negocios
privados, por modestos que fueran, reservaban un espacio para las tareas
administrativas y contrataban a gente con los conocimientos necesarios para
resolverlas.
Pero esos espacios estaban aún muy alejados del concepto de
oficina moderna. De hecho, el término ni siquiera había aparecido -era más
común el de despacho o contaduría-, y los empleados se llamaban
secretarios o escribientes. La ostentación de Florencia quedaba lejos de la mayoría de los
locales, que habitualmente consistían en instalaciones reducidas donde se
apiñaba el escaso personal dirigido por un jefe, y las cosas siguieron así
durante siglos. Los cambios que poco a poco llegaban se debían a un aumento
paulatino del papeleo, pero la estructura básica se mantenía. Eran las oficinas
descritas por Dickens en su Cuento de Navidad (1843) y por Melville en Bartleby,
el escribiente (1853).
Gracias a Charles Lamb (1775-1834), uno de los grandes ensayistas
ingleses, tenemos más información sobre la vida cotidiana en aquellos despachos.
Él trabajó durante veinticinco años como oficinista en el departamento de contabilidad
de la Compañía Británica de las Indias Orientales y escribió sobre ello en sus
ensayos y correspondencia privada. De entrada, para hacerse con el puesto tuvo
que depositar una fianza de 500 libras, práctica común entre los patrones de la
época para asegurarse el buen comportamiento del personal. Además, durante los dos
primeros años los empleados solo percibían una gratificación anual de 30
libras. El sueldo inicial de Lamb, a partir del tercer año, fue de 40 libras
anuales. Cuando se retiró en 1825 había ascendido a 730.
En cuanto a la rutina diaria del trabajo, Lamb dejó abundantes comentarios
sobre la cautividad y el servilismo reinantes: "Durante
treinta años he servido a los filisteos y mi cuello aún no ha sido dominado por
el yugo. No sabes lo fatigoso que resulta respirar el aire confinado entre cuatro
paredes, sin descanso días tras día durante las horas doradas del día, entre
las 10 y las 4, sin reposo o interposición". El horario no siempre se
cumplía y muchas veces tenía que alargar su jornada hasta bien entrada la tarde
o la noche. Libraba los domingos, el día de Navidad, un día en Semana Santa y
una semana en verano, como muchos de sus colegas de todos los países
industrializados.
¿En qué consistía exactamente aquel trabajo de oficina tan
cargante? Además de mantener la contabilidad y tener al día los cobros, los
oficinistas ocupaban buena parte de su jornada redactando correspondencia o
documentos legales, sobre todo antes de que aparecieran los primeros métodos de
copiado, ya que ningún papel se escribía una sola vez. Algunas firmas exigían tres
copias de cada carta, una para archivar y otras dos para enviar por correo, en
el caso de que una de ellas no llegara a su destino. Los bufetes de abogados
solían pedir y expedir sus papeles legales por cuadruplicado. La creatividad que
tanto necesitaba Lamb estaba bastante ausente de la profesión con que se ganaba
la vida.
Pero pese a la monotonía y las condiciones laborales, el aumento constante
del número de trabajadores en las oficinas a lo largo del siglo XIX trajo
consigo la aparición de una nueva clase social: los oficinistas.
En 1855, constituían la tercera fuerza laboral más numerosa de
Nueva York, aunque era difícil encuadrarlos. No pertenecían a la clase obrera
ni a la dominante. Eran otra cosa. Pero, según Saval, pertenecían en cierto
sentido a la élite, ya que se requería un conocimiento del idioma y una
especialización en los términos comerciales que impedía el acceso de los
inmigrantes a la profesión. Este experto estadounidense en la historia de la
oficina describe otro de sus rasgos característicos: "En su apariencia y
manera de vestir, los primeros oficinistas parecían también pertenecer a la
élite. Cobraban un salario fijo, vestían bien y tenían las muñecas delgadas y
la complexión pálida de los aristócratas que no estaban acostumbrados al trabajo
manual, en un país que había nacido como una revolución contra la
aristocracia".
Es cierto que no era un trabajo al alcance de todos: requería titulación
y un par de años de aprendizaje en una escuela de negocios. Solo las clases
medias o acomodadas podían pagarse esa formación. Sin embargo, desde que a
mitad del siglo XIX se abrieron en Estados Unidos las primeras escuelas
privadas de ese tipo, el número de estudiantes inscritos en ellas subió de
6.460 en 1871 a 188.363 en 1920. Además, ese mismo año hubo otros 400.000
titulados en la escuela pública, que había incorporado este campo de estudios.
El trabajo de oficinista se iba democratizando debido a la ingente y continua demanda
de profesionales.
Los principales empleadores eran grandes empresas como bancos,
compañías de seguros y departamentos gubernamentales en rápido crecimiento,
como el de correos. Pero este auge impuso también una transformación radical de
la oficina.
El escenario físico en que trabajaban los oficinistas dejó de
estar representado por los tradicionales despachos donde un pequeño grupo de
empleados copiaba documentos sin cesar, cada uno en su escritorio de madera con
cierre de persiana, donde echaban la llave al finalizar la jornada. Ahora hacía
falta más gente para mantener al día unas cuentas cada vez más complejas.
Con el aumento de personal llegó la especialización, y a mediados del siglo XIX aparecieron cargos como el de cajero, contable y
secretario, que a menudo se ocupaba también de llevar las cuentas personales del
jefe. La división del trabajo en departamentos dificultó la mecánica inicial
del ascenso: no solo había más empleados, sino que estos carecían de la visión
del conjunto del negocio que tuvieron sus antecesores.
La oficina en sí también comenzó a crecer, con la aparición de
los primeros edificios modernos construidos específicamente como lugares de trabajo.
Algunos eran modelos de ostentación arquitectónica que proclamaban el poderío económico
de la empresa que los construía, pero tanta suntuosidad estaba, de momento, limitada:
pocos sobrepasaban los cinco pisos, ni siquiera en la próspera Nueva York.
Con la llegada de las nuevas técnicas de construcción y, sobre
todo, con la invención del ascensor por
Elisha Otis en 1852, las cosas comenzaron a cambiar, y aumentó no solo la
altura, sino el volumen: en su libro The High-Office Buildings of New York, publicado
en 1900, R. P. Bolton escribió que
la ciudad ese año ya contaba con "sesenta y cinco edificios de más de
sesenta metros de altura, dedicados exclusivamente a oficinas". Cada uno de
ellos albergaba entre mil y cuatro mil trabajadores.
Por impresionantes que pudieran parecer estas cifras, aquello
era solo el principio. La oficina y sus empleados iban a verse afectados por
una sucesión de cambios vertiginosos que traerían consigo la revolución de la
modernidad que llegaría con el siglo XX.
Etiquetas: Culturilla general, Pequeñas historias de la Historia