(Un texto de E. Font en el XLSemanal del 22 de diciembre de
2013)
Umberto Eco nos lleva de viaje por tierras llenas de ensueño
y enigmas: la Atlántida, Jauja, Ávalon, Camelot, Saba... Su […] libro,
'Historia de las tierras y los lugares legendarios', es un prodigioso recorrido
por espacios míticos que, incluso sin haber existido nunca, son parte de la
historia de la humanidad.
LA ATLÁNTIDA: El continente perdido
Es la tierra que más
ha hecho fantasear a filósofos y científicos, sobre todo porque la leyenda se
refuerza, entre algunos, con la convicción de que existió un continente que se
hundió en el mar. En 1915, Alfred Wegener formuló la teoría de la deriva de los
continentes, y en la actualidad se considera que hace 225 millones de años el
conjunto de las superficies terrestres constituía un solo territorio: Pangea. Y
en el curso de su escisión podrían haber surgido y desaparecido muchas
Atlántidas.
Fue Heródoto, en el
siglo V antes de Cristo, el primero en hablar de la Atlántida y en mencionar a
los atlantes como pueblos del norte de África. Él la sitúa más allá de las
Columnas de Hércules (hacia el estrecho de Gibraltar). Allí había, según él,
una isla más grande que Libia y Asia juntas. Una gran potencia con la que
Atenas guerreó antes de que un «violento terremoto y un diluvio extraordinario»
la sepultaran en el mar. Francisco López de Gómara introdujo en 1554 un cambio
radical en la narración, al aventurar que los habitantes de la tierra sumergida
eran los aztecas. Francis Bacon, en 1627, diría que América misma era la
Atlántida.
Y, a partir de ahí,
las teorías se dispararon. Bartolomé de las Casas (1551) la relacionó con las
tribus perdidas de Israel; el padre Athanasius Kircher (1665), que nos ha
dejado el mapa más famoso de la isla, la situaba cerca de donde hoy se
encuentran las Canarias; y Olaus Rudbeck (1679-1702), rector de la Universidad
de Uppsala, la situó en Suecia, adonde se habría trasladado Atlas, nieto de
Noé. Rudbeck inauguraba así la celebración de los hiperbóreos como pueblo
elegido, que más tarde dio lugar a numerosos mitos del poder ario.
En el siglo pasado se
buscaron las ruinas de la Atlántida en Tartesos (ciudad ibérica desaparecida de
la que hablan la Biblia y Heródoto) y en el Sáhara. Se creía que los bereberes
del Atlas, de piel blanca, ojos azules y cabellos rubios, eran los
supervivientes de la Atlántida. Lo único seguro es que, si existió alguna vez,
el mar se la tragó sin dejar rastro.
AVALÓN: En busca del grial y Camelot
¿Qué era el grial? Al
parecer, era un vaso, un cáliz o un plato (en varios textos se lo llama gradale, un plato o escudilla para
contener alimentos refinados). Este plato o escudilla podía haber contenido la
sangre derramada por Jesucristo en la cruz, o bien ser la copa que utilizó el
Señor en la última cena. Otras veces se ha sugerido que el grial fue la lanza
con la que Longinos hirió al Señor en el costado mientras estaba colgado en la
cruz. En cualquiera de los casos, a partir del siglo XIII y de los escritos del
poeta francés Robert de Boron, el grial estaría en la legendaria Ávalon. Y los
caballeros de la tabla redonda, como Perceval, Lancelot, Galaad y otros,
emprenderán su búsqueda.
¿Pero dónde está la
legendaria ciudad de Ávalon? La tradición la identifica con Glastonbury, en
Somerset (Inglaterra). Una de las razones para ello es que en 1191, en las
cercanías de la vieja iglesia, los monjes encontraron una piedra con la
siguiente inscripción: «Aquí yace el famoso rey Arturo, con su segunda mujer,
Ginebra, en la isla de Ávalon». Como reza una lápida que todavía se puede ver
en el lugar, en 1278 los restos mortales de Arturo y Ginebra fueron enterrados
en el interior de la abadía, en presencia del rey Eduardo I, y desaparecieron
con la destrucción del templo en 1539. En efecto, en el siglo XII Robert de
Boron escribe que Arturo, profundamente abatido por la traición de su mujer
Ginebra y la muerte del amado Galván, cae herido de muerte en su último
combate, pero que no muere, sino que manda que lo lleven a Ávalon para que su
hermanastra Morgana le cure las heridas. Prometió volver, pero ya no se supo
más de él. En cualquier caso, si se retiró a Glastonbury, nadie podrá rezar ya
sobre su tumba.
¿Y dónde estaba el
palacio de Camelot? Ausente en los primeros textos del ciclo artúrico, el
nombre aparece en las novelas francesas del siglo XII (lo cita por primera vez
Chrétien de Troyes en El caballero de la
carreta). Robert de Boron habla de que el reino artúrico está en Logres,
pero en galés ‘Lloegr’ es un nombre de origen incierto que significa Inglaterra
en general. Luego, poco a poco, va apareciendo el nombre de Camelot, y por
ejemplo Thomas Malory lo cita repetidas veces en La muerte de Arturo. Un pasaje de este texto hace pensar en
Winchester, y, efectivamente, en Winchester se expone en el Grand Hall una
tabla redonda que, según una reciente datación hecha con carbono 14, fue
construida con árboles cortados en el siglo XIII (y que en su forma actual fue
pintada de nuevo entre los siglos XV-XVI). Sin embargo, Caxton, el editor de La muerte de Arturo, se inclinaba por
situar Camelot en Gales.
Su ubicación real,
incluso para los devotos del grial, es más imprecisa que la de Ávalon, pero en
la imaginación popular ha arraigado la imagen de un Camelot fabuloso difundida
por la industria cinematográfica y televisiva, que ha creado infinitas
historias sobre el palacio de Arturo, desde el Parsifal, de 1904, al musical Camelot,
de 1960, y hasta hoy mismo.
JAUJA: El reino de la abundancia
En ciertas leyendas,
el paraíso terrenal adopta una forma totalmente materialista: el País de Jauja.
El nombre aparece por primera vez en un poemilla del siglo X, pero la
composición más antigua que ha llegado hasta hoy es del siglo XIII, en el que
el autor dice haber viajado, por encargo del Papa, al País de Jauja, donde
aparecen todas las maravillas que luego se repiten. En El perro de Diógenes, de Francesco Fulvio Frugoni (1687), la isla
de Jauja está situada en el mar del Calducho, «envuelta en una niebla blanca
que parecía cuajada. [...] Corren ríos de leche y manan fuentes de moscatel,
malvasía y vino dulce. Los montes son de queso y los valles, de mascarpone. De
los árboles cuelgan marzolinos y mortadelas».
La tradición es
imprecisa respecto a la ubicación. La tierra de Bengodi, la Jauja que se
describe en El decamerón, donde se
atan los perros con longanizas, está situada en «el país de los vascos». En un
drama religioso germano, el Schlaraffenland
-nombre alemán de este país feliz- se encuentra entre Viena y Praga. En un
poemilla inglés aparece en medio del mar, al oeste de España. Ahí se dice,
además, que Jauja es mejor que el Paraíso, donde para comer solo hay fruta y
para beber, solamente agua. Y es que la leyenda de Jauja no nace en ambientes
místicos, sino entre las masas populares que padecen un hambre secular.
EL INTERIOR DEL PLANETA: El territorio de los
muertos
¿Qué ocurre en el
corazón de la Tierra? Las tradiciones antiguas imaginan que, si se penetra en
él, se entra en el reino de los muertos. Así era el Hades en Homero o Virgilio,
el Infierno de Dante y el de muchas visiones del más allá anteriores.
Penetrar en el corazón
del planeta, bajo la corteza terrestre, es algo que siempre ha atraído a los
humanos, y hay quien ha querido ver en esta pasión un deseo de regresar al
útero materno.
La primera hipótesis
de una Tierra hueca la formuló el científico Edmund Halley, el que dio nombre
al cometa. Este astrónomo inglés del XVIII creía que el planeta estaba
constituido por tres esferas concéntricas, que no se comunicaban entre sí, y
por un núcleo caliente, también esférico, situado en el centro del sistema. En
adelante y tomando en más de un caso sus teorías, se escribieron muchas,
demasiadas, novelas en torno a lo que había en las entrañas del planeta, desde
Edgar Rice Burroughs a Julio Verne, que la imaginó hueca y llena de animales
prehistóricos. Pero ni el concepto de una Tierra llena de agujeros como una
manzana podrida ni el de una Tierra hueca se sostienen. En efecto, unos pocos
kilómetros por debajo de la superficie terrestre se entra en una zona donde el
calor y la presión hacen que la roca sea maleable, de modo que cualquier
agujero se cerraría como los orificios en un bloque de plastilina cuando se
aplasta.
Además, ya Isaac
Newton demostró que en el interior de una esfera hueca la fuerza de gravedad es
equivalente en todas las direcciones, de modo que cualquier objeto libre -agua,
tierra, rocas, hombres- se tambalearía sin peso en una caótica confusión
mientras que la fuerza centrífuga o las mareas provocarían el colapso de la
esfera. Pese a ello, más tarde, en los ambientes nazis se tomó muy en serio la
novela La raza futura, de
Bulwer-Lytton (1870), en la que una extensa comunidad de supervivientes de la
Atlántida vive en las entrañas de la Tierra, dotada de poderes extraordinarios
gracias a que poseen el Vril, una especie de energía cósmica.
De las profundidades
de la Tierra descrita por Bulwer-Lytton se esperaba el resurgimiento de la raza
futura, formada por seres superiores de extraordinaria potencia y belleza. La
idea de una Tierra hueca reapareció a su vez en 1983 en la obra de un
matemático, Mostafa Abdelkader, que, con cálculos muy complejos, intentó
conciliar la geometría de un mundo cóncavo con los fenómenos de la salida y la
puesta del Sol. Por fortuna, él mismo señala que si bien sus suposiciones son
aceptables en un sistema matemático, no lo serían en el físico.
SABA: Entre la reina y los Magos
Cuenta la biblia que
la reina de Saba fue a conocer a Salomón atraída por su sabiduría y la
suntuosidad de su palacio. «Sabemos dónde estaba Salomón -escribe Eco-: en
Jerusalén. ¿Pero de dónde provenía la reina?». Según la tradición, de Etiopía,
pero Saba se hallaba en el punto en que se cruzaban las caravanas que
transportaban incienso en dirección al mar Rojo; es decir, en lo que hoy sería
el Yemen. Esto indica que la noción de Etiopía en aquella época era confusa. Y
en el Segundo Libro de las Crónicas,
al hablar de los regalos que la reina le hizo a Salomón, se menciona el «oro de
Ofir». Ofir es varias veces citado en la Biblia y era, sin duda, un puerto. El
historiador Flavio Josefo, nacido en el 37 después de Cristo, lo sitúa en
Afganistán. Tomé Lopes, compañero de Vasco da Gama, plantea que era el antiguo
nombre de Zimbabue. Y otras fuentes lo ubican en Mozambique, Pakistán,
Egipto...
El país de la reina de
Saba se desvanece, así, en la confusa geografía del mito. Pero su misterio
viene a unirse a otro mucho más 'cercano': los Reyes Magos. Su leyenda es tan
popular que nadie se pregunta ya si existieron o no. Pero su fugaz aparición en
la historia se sitúa entre dos lugares legendarios: los de su origen y
sepultura. Respecto al primero, las fuentes son numerosas, empezando por el
Evangelio de San Mateo, que solo dice que venían «de Oriente». Las demás
fuentes hablan de Azerbaiyán, Persia, la India, Nubia... Lo que es una constante
en la tradición es que eran un blanco, un árabe y un negro, y la historia de su
sepultura. Marco Polo dice que visitó sus tumbas en Saba. Esto encajaría con la
teoría de que su primer túmulo estuvo en Persia, cuando este imperio había
anexionado el Yemen, hacia el 226. De allí fueron trasladados a la basílica de
Santa Sofía, en Constantinopla.
De allí, a su vez, el
obispo Eustorgio, que deseaba ser enterrado con los Magos, los trasladó en el
siglo IV a la basílica que lleva su nombre en Milán. Y de allí, y esta es la
única parte documentada, se mandó trasladarlos a la catedral de Colonia,
Alemania, donde hoy se puede ver el arca de los Magos.
Etiquetas: Mitología de todos los colores