(Un texto de Luis Reyes en la revista Tiempo del 1 de julio
de 2016)
Agadir, 1 de julio de 1911. La llegada de una cañonera
alemana, a punto de provocar la Gran Guerra.
La matanza de 1914 fue una tragedia
muy anunciada. Desde décadas atrás las dos principales potencias continentales,
Francia y Alemania, mantenían una hostilidad que solo podía acabar en guerra, y
que arrastraría al mundo a lo que se llamó Gran Guerra o Primera Guerra
Mundial.
La germanofobia francesa era un
sentimiento primario y natural, nacido de la humillación. En 1870 los prusianos
habían aplastado al Ejército francés, proclamado su II Reich (Imperio) en
Versalles, y se habían quedado con Alsacia y Lorena. El revanchismo estaba por
tanto generalizado entre militares y políticos, a derecha e izquierda, y por
supuesto en el ámbito popular.
La inquina alemana era más compleja.
Alemania, a principios del siglo XX, era la nación más desarrollada y con el
mejor Ejército del mundo, la más poblada de Europa Occidental, y sin embargo no
disponía de un imperio colonial para expandirse, solo le habían caído unas
migajas en el reparto de África. Ver que Francia, a la que habían vencido, era
dueña de media África, provocaba un sentimiento de agravio. Para remediar esa
frustración, desde finales del XIX, Berlín emprendió un programa naval que la
convertiría en una potencia sobre los mares, y una diplomacia agresiva en
Oriente Medio y África.
En 1905 tuvo lugar la I Crisis de
Marruecos, cuando Guillermo II, en crucero de placer por el Mediterráneo,
desembarcó en Tánger en olor de multitudes y proclamó su apoyo a la soberanía
marroquí, declarando que Alemania no permitiría que Francia fuese la dueña
absoluta de Marruecos. Para remediar aquella crisis, la Conferencia de
Algeciras repartió en 1906 el protectorado de Marruecos entre España y Francia.
Era un remedio de urgencia, pero no resolvía nada, y cinco años después
sobrevino la II Crisis o Incidente de Agadir.
En 1911 Marruecos ardía en rebelión
contra el sultán. En esas circunstancias, las potencias europeas intervenían en
defensa de sus intereses y súbditos, era la “política de la cañonera” aceptada
por todos. Alemania envió un buque de guerra, el Panther, a proteger a
sus comerciantes en Agadir, el mejor puerto atlántico del protectorado, una
base naval estratégica, y muchos franceses reaccionaron como si los alemanes
hubieran invadido el suelo patrio. Era la excusa para la guerra que buscaban
los revanchistas, y la contienda habría estallado de no ser presidente del
Gobierno Joseph Caillaux.
Personaje de Proust
Con su aspecto de dandi altanero,
Joseph Marie Auguste Caillaux da la imagen tópica del vástago de las clases
altas de la Belle Époque, como los que retrata Proust. Y lo es: papá ministro,
colegio de jesuitas, brillante hacendista, político ganador, rico… Pero
Caillaux es un republicano radical, un progresista que ha militado a favor de
Dreyfus y, sobre todo, ha inventado algo que le ganará el odio eterno de la
derecha, el impuesto progresivo sobre la renta. Además Caillaux es pacifista,
lo que unido a que, según un cronista francés, “cultiva el arte de hacerse
antipático”, le hace detestable también en el centro y la izquierda, incluidos
sus compañeros de Gobierno y camaradas ideológicos Poincaré y Clemenceau,
futuros presidente de la República y primer ministro durante la Gran Guerra,
ambos belicistas.
Caillaux sabe que muchos miembros de
su propio Gobierno quieren la guerra, de modo que puentea a su ministro de
Exteriores y lleva directamente las negociaciones con Alemania. Tiene fama de
excelente polemista y negociador, además de genio de las finanzas, de modo que
sabe que toda negociación exige pagar un precio. Afortunadamente tiene la bolsa
repleta de la moneda que ambiciona Alemania. Le ofrece al káiser una parte del
Congo Francés, además de derechos para comerciar en las colonias francesas, y
obtiene a cambio el reconocimiento alemán de la supremacía francesa en
Marruecos.
Dándole al káiser un trozo de tarta
africana, Caillaux no solo evita la guerra inminente, sino que elimina el foco
de conflictos con Alemania que es Marruecos, e inicia la colaboración con el
vecino país que, según él, debe substituir al revanchismo. Pero para muchos
franceses se ha convertido en un repugnante traidor, y de hecho Clemenceau lo
hará procesar por traición en 1918 y será condenado a tres años de prisión
–aunque luego será amnistiado y rehabilitado–.
Pero antes de ese miserable ajuste
de cuentas, en 1914, Caillaux está a punto de volver a ser nombrado jefe de
Gobierno, solo le falta un trámite, ganar en las elecciones de abril su escaño
de diputado por Mamers, como ha hecho ya cuatro veces consecutivas. En Historia
no se puede especular con los contrafactuales, pero cabe hacerse ilusiones:
¿habría evitado Caillaux la Gran Guerra otra vez, como hizo en Agadir?
La derecha y los revanchistas lanzan
una feroz y sucia campaña de injurias y calumnias contra Caillaux, encabezada
por Le Figaro, para impedirle ser primer ministro. Sin poder soportarlo,
rotos los nervios, la esposa de Caillaux, cuya fama también ha sido pisoteada
por Le Figaro, asesina al director del periódico.
El escándalo da la excusa al
presidente de la República, el belicista Poincaré, para no encargar a Caillaux
la jefatura del Gobierno, pese a que vuelve a ganar las elecciones. Y estalla
la Guerra del Catorce, aunque eso es otra historia…
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