(Un texto de Silvia Font en el XLSemanal del 23 de diciembre de 2018)
El doctor Max Jacobson introdujo el ‘speed’ en Hollywood y la Casa
Blanca. Inyectaba un ‘cóctel personal’ cargado de anfetaminas. Cecil B.
DeMille, Truman Capote y hasta John Kennedy fueron sus pacientes.
En 1972, durante la campaña electoral que llevó a Richard Nixon a la Casa Blanca,
The New York Times
recibió un chivatazo sobre el candidato a vicepresidente Spiro Agnew.
La filtración aseguraba que el político se inyectaba anfetaminas en la
consulta de un misterioso médico de Manhattan. La investigación fue
asignada a dos reporteros de la sección de salud, que no consiguieron
pruebas concluyentes sobre Agnew, pero encontraron una lista de
pacientes mucho más interesante: figuras de Broadway y Hollywood, escritores, cantantes y políticos tomaban anfetaminas «para subir el ánimo».
El
médico resultó ser el doctor Max Jacobson, que para entonces llevaba
más de tres décadas inyectando unos compuestos de elaboración propia
cuyo principal ingrediente era la anfetamina, un estimulante hoy
conocido como
speed -y que hasta la década de los setenta era
legal-, a estrellas como Tennessee Williams, Anthony Quinn o Marilyn
Monroe, al cantante Eddie Fisher, al escritor Truman Capote, al director
de cine Cecil B. DeMille e incluso al matrimonio Kennedy.
El
alemán afincado en la Gran Manzana no era el único, pero sí el más
conocido de un grupo de médicos de Nueva York -como los doctores Robert
Freyman, que abastecía a los Beatles, y John Bishop, con clientela más
underground–
que se especializaron en prescribir y suministrar anfetaminas no para
curar enfermedades, sino para realzar el ánimo de pacientes sanos.
Su
consulta en el Upper East Side de Manhattan estaba abarrotada y, sin
duda, Jacobson contaba con la clientela más glamurosa de la capital, que
podía acudir a cualquier hora del día. Tan laxo era el procedimiento de
los médicos entonces que algunos pacientes realizaban rutas por
distintos especialistas para conseguir varias dosis de anfetaminas en un
mismo día.
«Mi padre solo quería que las personas se sintiesen mejor y fuesen más
productivas», defendía Jill Jacobson, la hija del doctor con su segunda
esposa, en una entrevista realizada para el documental
Everybody want to see Max.
Ella, que en ocasiones ayudaba a su padre a dispensar las inyecciones,
defiende que era un científico «adelantado a su época» que «solo quería
curar enfermedades, especialmente en el campo de la esclerosis
múltiple», aunque nunca quedó probado que llevara una investigación real
sobre ello.
De lo que sí hay constancia es de que Jacobson se usó a sí mismo como
cobaya humana de sus pruebas farmacológicas, lo que pudo haber mermado
su capacidad para valorar las necesidades de sus pacientes.
Jacobson -hijo de un carnicero
kosher
alemán- huyó del nazismo con su mujer, Alice, y su hijo, Thomas -que
también estudió Medicina y ayudó a su padre- y se asentó en Nueva York,
donde retomó la relación con viejos conocidos que como él se refugiaron
en Estados Unidos; entre ellos, el director de origen polaco Billy
Wilder. También allí retomó su relación con un amor platónico, Nina
Hagen (nada que ver con la cantante
punk), con quien se casó en
1946 tras divorciarse de su primera mujer. Hagen murió en oscuras
circunstancias en 1964. Según sus familiares y amigos, a causa de los
continuos tratamientos que la obligaba a inyectarse su marido.
Ya
en los años cuarenta comenzaron a llegar a su consulta los primeros
pacientes de Broadway, que se convertirían en sus más fieles seguidores.
Alan Jay Lerner, exitoso libretista, autor de
My fair lady y
Un americano en París,
y cantantes como Eddie Fisher fueron sus primeros pacientes. Fisher,
que acabaría casado con Debbie Reynolds y, después, con Liz Taylor,
reconoce en sus memorias que Jacobson era su «dios». Pronto su fama
correría como la pólvora en Hollywood. Uno de sus más prominentes
pacientes entonces fue el director Cecil B. DeMille, quien llegó a
pagarle el viaje a Egipto, donde estaba rodando
Los diez mandamientos, para que lo ayudara a terminar con el largometraje, dadas las duras condiciones de rodaje en el desierto.
Otro
hombre con una agenda estresante por aquel entonces era John F.
Kennedy, quien en 1960 aspiraba a presidir los Estados Unidos. Kennedy
sufría una lesión crónica de espalda desde joven que le causaba
terribles dolores; consecuencia de ello vivía entregado a diversos
fármacos, antibióticos y corticoides. En 1960, justo antes de sus
debates electorales con Nixon, sumaría a su cóctel habitual los viales
del doctor Max Jacobson.
Esa sería la primera vez que recurriría a
Jacobson, pero no la última. Presentado por Chuck Spalding, un viejo
amigo de Harvard y también asiduo a las ‘mágicas’ inyecciones, Kennedy
convertirá a Jacobson en unos de sus médicos personales e indispensable
en los eventos más decisivos de su carrera política.
El
médico alemán y su esposa se convirtieron en la sombra del político.
Acompañaron a los Kennedy en la ceremonia inaugural tras ganar las
elecciones, a su encuentro en París con el presidente francés Charles de
Gaulle y a la Cumbre de Viena con el presidente soviético Nikita
Kruschev en junio de 1961. JFK no quería arriesgarse a «tener ninguna
complicación con su espalda», escribía el propio Jacobson en unas
memorias que conservaba su tercera mujer, Ruth Jacobson, y a las que
pudo acceder el periodista Peter Keating.
Esta cercanía al doctor
Jacobson permaneció en secreto hasta años después del asesinato del
presidente y los detalles ven la luz con cuentagotas en diversas
memorias del presidente. Pero, lógicamente, ha despertado suspicacias de
algunos historiadores que sopesan cuán afectado estaba Kennedy por los
efectos de las sustancias suministradas.
De lo que no hay duda es de
que Jacobson estuvo siempre de guardia para el matrimonio Kennedy. La
Casa Blanca podía llamar en cualquier momento a su consulta en Nueva
York con el nombre en clave ‘Mrs. Dunn’ y Jacobson se trasladaba de
inmediato a Washington D. C. Los registros de entrada oficiales de la
Casa Blanca muestran más de una treintena de visitas entre 1961 y 1962.
La
cada vez mayor cercanía del doctor con el presidente levantó sospechas
entre los servicios secretos. Sus médicos también mostraron su
preocupación por los tratamientos de Jacobson. Uno de ellos, Hans Kraus
-el cirujano ortopeda de Kennedy-, llegó a amenazar al presidente con
hacerlo público si no dejaba las inyecciones. «Ningún presidente con su
dedo en el botón rojo es quien para tomar sustancias como esas».
Lo cierto es que nunca se llegó a descubrir qué contenían exactamente
los preparados de Jacobson. Las investigaciones del comité médico de
Nueva York, tras publicarse el artículo en
The Times,
descubrieron que Jacobson había adquirido en cinco años anfetaminas
suficientes para dispensar más de cien mil dosis al año, pero no
pudieron descifrar el resto de los componentes de sus ‘compuestos
vitamínicos’.
Truman Capote fue uno de
sus más notables pacientes y uno de los pocos sin miedo a reconocer que,
tras seguir una serie de tratamientos con él y tener que abandonarlos
para irse a Europa, colapsó y tuvo que ser hospitalizado, una reacción
habitual por el abandono del consumo de anfetaminas.
Otros
corrieron peor suerte. El fotógrafo Mark Shaw, amigo íntimo de Jacobson y
de JFK y autor del libro de instantáneas más íntimo de la familia
Kennedy en la Casa Blanca -dedicado, por cierto, «a mi amigo y compañero
el doctor Max Jacobson»-, apareció muerto en su casa en 1969. El médico
encargado de la autopsia determinó que había sufrido una «intoxicación
aguda y crónica por anfetaminas».
Tras varios años de
investigación por parte de la Oficina Federal de Narcóticos y Sustancias
Peligrosas, en 1977 el Colegio de Médicos revocó la licencia de Max
Jacobson para ejercer la medicina. Apenas dos años más tarde el
‘alquimista de la anfetamina’ falleció a los 79 años, pero hoy su
‘legado’ está más vivo que nunca en un país, Estados Unidos, sumido en
una crisis nacional de consumo de opioides por prescripción médica.
Drogadas en Hollywood
Hollywood
en su época dorada, entre la década de los veinte y los sesenta, era un
gran negocio con un sistema de producción casi industrial…
«Los actores tenían contratos por varios años, con un sueldo fijo al
mes y tenían que hacer las películas que se les mandara. Se trabajaba
seis días a la semana, tenían que presentarse a las siete de la mañana y
terminaban en muchos casos a las nueve de la noche. Con media hora para
comer. Entre toma y toma aprovechaban para hacer publicidad,
entrevistas o preparar el vestuario.
«El trabajo era extenuante», explica Jeanine Basinger, historiadora y autora del libro
The star machine.
Para poder seguir el ritmo, algunos actores recurrían a estas dosis de
‘vitaminas’. En la mayoría de los casos no sabían su composición, pero
les permitía aguantar las jornadas de rodaje.
La
actriz Hedy Lamarr estuvo enganchada a ellas durante 25 años, según
revela un reciente documental biográfico. Judy Garland se unió al
gigante MGM con tan solo 13 años para ser la protagonista de
El mago de Oz
y empezó a probar ya los estimulantes y calmantes. Debbie Reynolds
recordaba en sus memorias publicadas en 2013 que el rodaje de
Cantando bajo la lluvia fue una pesadilla para ella. Con 19 años, sus compañeros le hacían
mobbing
y los pies le sangraban de rodar escenas de baile que se alargaban más
de doce horas. La solución: sus jefes le remitieron al médico del
estudio para que le suministrara una inyección de ‘vitaminas’.
Etiquetas: Tardes de cine y palomitas