...o una historia, o una anécdota...
Simplemente algo que me haga reir, pensar, soñar o todo a la vez, si cabe
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domingo, junio 29
A sillazos en Buenos Aires: la Guerra Civil de los inmigrantes españoles en Argentina
(Un texto de Javier Padilla y Mariano Schuster en El Confidencial del 26 de julio de 2019)
En 1936, cuando comenzó la contienda, los cientos de miles de inmigrantes españoles que vivían en el país sudamericano la vivieron con particular intensidad.
Si Pedro Sánchez o Pablo Casado pasearan por Buenos Aires sin escolta probablemente pasarían desapercibidos, más que nada porque en Argentina
los asuntos españoles ya no se siguen tanto como antes. En los últimos
años, más allá de los éxitos en el fútbol y la crisis territorial en
Cataluña, las noticias españolas no han tenido demasiada repercusión en un país que vive en una perpetua crisis.
Entre otros motivos, esto se debe a que el porcentaje de inmigrantes españoles sobre la población total es mucho más bajo de lo que un día fue.
Cuando en 1914 se realizó un censo en Argentina, el porcentaje de
nacidos en España era del 30% en provincias como Santa Cruz, y entre el
20 y el 25% en Buenos Aires. Apodados como “gallegos”, centenares de miles de españoles se embarcaron hacia Argentina buscando un futuro mejor en la primera mitad del siglo XX.
Esta situación hizo que, cuando comenzó la Guerra Civil Española, en Argentina se viviera con particular intensidad.
Los españoles peleaban en su país, pero también más allá. Republicanos y
falangistas se enfrentaban en trincheras mucho más lejanas que las de
su patria. El inicio de la Guerra Civil fue un acontecimiento en
Argentina. Buenos Aires, con sus cafés, sus teatros y sus grandes
avenidas céntricas, vivió una peculiar versión de la Guerra Civil. La Guerra Civil de los inmigrantes.
Tan pronto como estalló la guerra, los diarios comenzaron a posicionarse:
La Nación y La Prensa, dos de los de mayor tirada, prefirieron la
posición neutral, aunque con cierto apoyo al alzamiento. La Nación, por
ejemplo, condenaba las posturas revolucionarias que había adoptado la
República y mostraba algunas simpatías por los sublevados. La Razón
manifestó más claramente su apoyo a los nacionales. Otros periódicos de
menor tirada como Bandera Argentina o Crisol, vinculados al mundo
católico y nacionalista, consideraban que la sublevación contra el
comunismo era lo mejor que podía pasarle a España.
Mientras tanto, los diarios
Crítica y Noticias Gráficas mantuvieron, desde distintas posiciones
ideológicas, su apoyo a la República. Los anarquistas lo hicieron desde
las páginas de El Obrero. Los socialistas llenaron las páginas de su
periódico, La Vanguardia, y los comunistas, las de sus órganos de prensa
La Internacional y Hoy. Una buena parte del radicalismo argentino apoyó la república, si bien en ocasiones no muy explícitamente.
También la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo, sostuvo la
defensa de las instituciones españolas. En una carta publicada en su
revista, escritores como Jorge Luis Borges, Alfonsina Storni, Conrado
Nalé Roxlo, y Alberto Gerchunoff dijeron “no” al golpe de Franco. Los
españoles, definidos en uno u otro lado de la trinchera política, pronto
supieron qué diarios comprar en Argentina.
La mayoría de los inmigrantes españoles que se encontraban en Argentina habían dejado a sus familias, pero no abandonaron los bares.
En el centro de la capital porteña, exactamente en la esquina de Salta y
Avenida de Mayo, los españoles se dividían en dos: el Iberia y El
Español. Mientras los republicanos se reunían en el primero, los
falangistas lo hacían en el segundo. En ocasiones volaban sillas y mesas entre los dos bares.
Cuando una vez los Republicanos pusieron en un camión con altavoces el
Himno de la República Española (Himno de Riego), los franquistas
lanzaron los utensilios que disponían contra el camión.
Aún se conserva el bar
Iberia, que fue declarado sitio de interés cultural; no así El Español,
que hoy es un banco. Mientras tanto, en el bar llamado Imparcial se
reunían unos y otros. En un ambiente muy politizado, se prohibieron las discusiones políticas. Una placa anunciaba que “Son prohibidos en este lugar, los debates de mesa a mesa y las discusiones de política y religión”.
A pesar de sus diferencias políticas, la mayoría de los casi 300.000
españoles que deambulaban por las calles porteñas tenían en común el deseo de mantener su identidad.
Las asociaciones y centros sociales se crearon con la idea de crear
comunidad. El Centro Gallego, fundado en 1907, desarrollaba tareas de
alfabetización y tenía su propio centro de salud. El Centro Asturiano,
creado en 1913, se estableció como una asociación de Socorros Mutuos. Y
el Centro Salmantino, creado en 1922, se centraba en las actividades
culturales a través de la biblioteca 'Gabriel y Galán'. La Guerra Civil hizo que todas estas asociaciones se dividieran o agudizaran las diferencias ya existentes.
Por ejemplo, la comunidad de
inmigrantes catalanes acabó dividida en dos grupos: los que optaron por
el Casal de Cataluña (claramente republicano y con toques
independentistas) y los que se quedaron en el Centre Catalá (que tenía a
miembros franquistas). Los andaluces también se dividieron.
En 1938, ya con Andalucía casi totalmente dominada por el bando
franquista, varios miembros del Hogar Andaluz de Buenos Aires crearon el
Rincón Familiar Andaluz, uno de los centros sociales españoles de mayor
actividad en defensa de la II República. Hoy día, el Rincón Familiar
Andaluz es uno de los mejores sitios en Buenos Aires para aprender a bailar flamenco.
Los actos públicos fueron masivos. Y, como ocurrió en el Teatro Coliseo, republicanos y falangistas llegaron a compartir espacios. De hecho, el 21 de noviembre de 1936, cientos de falangistas argentinos se reunieron para lamentar el fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera
en lo que se dio en llamar como 'Acto por la afirmación, por la Patria,
por España y por Cristo Rey'. Hubo, además de vítores y gritos en favor
de Franco, dos presencias destacadas: la de Enrique Pedro Oses,
escritor nacionalista admirador confeso de Hitler y Mussolini, y la de Nimio de Anquín, un seguidor argentino del antisemita francés Charles Maurras
que participaba en la Unión Nacional Fascista. Al día siguiente, el
mismo teatro se llenó de comunistas, liberales antimonárquicos y
socialistas en uno de los más imponentes actos en defensa de la
República. Al parecer, todavía quedaba algún panfleto falangista en el
suelo. A los propietarios del teatro no les importó demasiado ya que su único objetivo era llenar las instalaciones.
Los mítines republicanos estuvieron tan divididos como la propia izquierda.
Anarquistas, socialistas y comunistas organizaron sus propios actos e,
incluso, sus propias organizaciones de solidaridad. Los socialistas
participaron activamente en la agrupación Amigos de la República
Española, los comunistas de la Federación de Organismos de Ayuda a
España Republicana y los anarquistas de la Comisión Coordinadora de
Ayuda a España en Argentina. Mientras tanto, Argentina dio a España
Brigadistas Internacionales y miembros para el llamado Socorro Rojo
Internacional.
Las mujeres argentinas tuvieron un papel apreciable en la defensa de la República.
Fanny Edelman, una destacada comunista, partió a las Brigadas y realizó
tareas de alfabetización a soldados en Valencia. Tras conocer a Miguel Hernández y Antonio Machado, a su regreso en Argentina participó en el Comité Argentino de Mujeres Pro Huérfanos Españoles. Anita Piacenza, militante anarquista de la Agrupación de Mujeres Libres, y Berta Baumkoler, de la Agrupación de Mujeres Antifascistas, fueron a España a luchar por la República. Mika Feldman de Etchebehere,
nacida en la provincia de Santa Fe en 1902, es quizás la activista
argentina más famosa. Mika llegó a liderar una milicia del Partido
Obrero de Unificación Marxista (POUM), y sufrió la persecución de sus
propios “compañeros de bando”: los comunistas la interrogaron en una cheka en 1937 acusándola de “trotskista enemiga de la República”. Su historia de lucha fue narrada por ella misma en su libro 'Mi guerra de España'.
El fin de la guerra supuso un cambio importante para los inmigrantes españoles.
El triunfo de Franco hizo que muchos ciudadanos argentinos regresaran a
su país tras haber combatido por la República. Junto a ellos, numerosos
españoles fueron a Argentina buscando una tierra donde vivir sin miedo a
las represalias de la dictadura incipiente. Entre ellos estaba Niceto
Alcalá-Zamora, presidente de la República Española entre 1931 y 1936. A
otros, como a Indalecio Prieto, el fin de la guerra los encontró ya en
estas tierras. Aunque exiliado finalmente en México, Prieto, el
socialista moderado que defendía con tanto ahínco las reformas
republicanas como la esfera pública liberal, hizo un mitin en el famoso
Estadio Luna Park de Buenos Aires tres meses antes que terminara la
guerra, cuando sabía que todo estaba perdido.
Numerosos intelectuales y artistas, como Rafael Alberti y María Teresa León,
se exiliaron en Argentina. Muchos se quedaron e iniciaron una nueva
vida, pero la reclamación de que acabara la dictadura en España se
mantuvo en la mayoría de los casos. Pocos podían imaginarse que tendrían que esperar a la muerte de Franco, que acabaría viviendo tantos años.
Hoy, a ochenta años del final de la Guerra Civil, inmigrantes españoles
siguen reuniéndose en Buenos Aires para evocar a los suyos. Hubo
españoles que nunca quisieron perder su nacionalidad a pesar de que esto
les pudiera causar problemas económicos. En algunos centros y
asociaciones culturales subsiste la memoria, aunque cada vez es menor.
La guerra es una herida imposible de olvidar para muchos, ya que supuso
un punto de inflexión en una vida que a partir de entonces quedó
enraizada en otro país. En un momento en que hay tantos argentinos en
España, muchos que vinieron por motivos económicos, no está de más
recordar cómo tantos españoles encontraron en Argentina un lugar donde establecerse.
Estos 55 versos de Federico García Lorca —incluidos en el 'Romancero gitano'— son un alegato contra los cánones sociales y las imposiciones morales. Nota: leer la parte intermedia ("desde 'pasadas las zarzamoras' hasta 'las espadas de los lirios') con la música de "Tu Calorro" de Estopa es otra forma de disfrutarlos.
Y que yo me la llevé al río
creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.
Fue la noche de Santiago
y casi por compromiso.
Se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos.
En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos,
y se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos.
El almidón de su enagua
me sonaba en el oído,
como una pieza de seda
rasgada por diez cuchillos.
Sin luz de plata en sus copas
los árboles han crecido,
y un horizonte de perros
ladra muy lejos del río.
Pasadas las zarzamoras,
los juncos y los espinos,
bajo su mata de pelo
hice un hoyo sobre el limo.
Yo me quite la corbata.
Ella se quitó el vestido.
Yo el cinturón con revólver.
Ella sus cuatro corpiños.
Ni nardos ni caracolas
tienen el cutis tan fino,
ni los cristales con luna
relumbran con ese brillo.
Sus muslos se me escapaban
como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío.
Aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montando en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.
No quiero decir, por hombre,
las cosas que ella me dijo.
La luz del entendimiento
me hace ser muy comedido.
Sucia de besos y arena,
yo me la llevé del río.
Con el aire se batían
las espadas de los lirios.
Me porté como quien soy.
Como un gitano legítimo.
Le regalé un costurero
grande, de raso pajizo,
y no quise enamorarme
porque teniendo marido
me dijo que era mozuela
cuando la llevaba al río.
Los caballos que nos salvaron de la difteria, el “ángel estrangulador”
(Un texto de Javier Yanes en bbvaopenmind.com leído el 11 de marzo de 2020)
En tiempos se la conocía con el
macabro nombre de “el ángel estrangulador de los niños”. Por
entonces, la difteria se cobraba cientos de miles de vidas al
año, sin que existiera tratamiento contra esta enfermedad
bacteriana que cerraba las vías respiratorias con una masa de
tejido muerto; hasta que el médico alemán Emil von Behring y sus
colaboradores dieron con una cura. Pero en esta historia hubo
otros protagonistas no humanos: los caballos. E incluso hoy,
junto con los antibióticos, la antitoxina producida en estos
animales continúa siendo el tratamiento estándar de la difteria,
un método tradicional que quizá pronto pueda abandonarse gracias
al progreso de la biotecnología.
Emil von Behring (15 de marzo de
1854 – 31 de marzo de 1917) llegó a la difteria siguiendo el
camino abierto por el pionero de la medicina antiséptica, Joseph
Lister. El alemán
comenzó su carrera experimentando con sustancias antisépticas,
pero en el instituto del
famoso bacteriólogo Robert Koch le surgió la oportunidad de dedicarse
a la que entonces parecía la vía más prometedora en la lucha
contra las infecciones: neutralizar las toxinas bacterianas.
En 1888 el francés Émile Roux y
su ayudante, el suizo Alexandre Yersin, aislaban en el Instituto
Pasteur de París la toxina del bacilo de la difteria (Corynebacterium diphtheriae), responsable en parte de los efectos
letales de la enfermedad. El hallazgo llevó a la creencia de que
las toxinas estaban involucradas en todas las infecciones
bacterianas. No era cierto, pero sí ocurría en el caso de la
difteria y el tétanos. Y para estos casos, Behring y el japonés
Shibasaburo Kitasato lograron en 1890 inyectar la toxina a
animales de laboratorio y obtener de ellos un suero que prevenía
y curaba la enfermedad en otros animales.
Antitoxinas para el tétanos
Behring llamó a este suero
curativo “antitoxina”, y propuso correctamente que era un
producto de la inmunización activa del animal por la toxina, que
al inyectarse en otro animal lo protegía de la enfermedad por
inmunidad pasiva. En 1891, el colaborador y después rival de
Behring, Paul Ehrlich, utilizó por primera vez el nombre por el
que hoy conocemos a los elementos presentes en esos antisueros:
anticuerpos.
Según explica a OpenMind el
historiador de la bacteriología y la inmunología Derek Linton,
autor de la premiada biografía Emil von Behring: Infectious
Disease, Immunology, Serum Therapy (APS, 2005), “Behring y Kitasato
descubrieron antitoxinas para la difteria y el tétanos
simultáneamente, trabajando en laboratorios contiguos”. Sin
embargo, el japonés pronto derivó al estudio de la tuberculosis,
y “quedó para Behring y sus ayudantes, sobre todo Erich
Wernicke, progresar en este importante descubrimiento y ofrecer
una prueba de concepto de que las antitoxinas del tétanos y la
difteria podían usarse para curar a los humanos”.
Empleando cobayas, conejos y
ovejas para producir el suero, a mediados de 1892 Behring obtuvo
los primeros éxitos con el tétanos en humanos. La difteria
tardaría algo más; aunque circula una historia según la cual
Behring habría curado por primera vez a una niña con su suero el
día de Navidad de 1891, según Linton esto nunca sucedió. En
realidad, los primeros ensayos clínicos con la antitoxina de la
difteria comenzaron con unos pocos niños a finales de 1892, pero
no fue hasta dos años después cuando se obtuvieron resultados
positivos en un grupo mayor, utilizando un suero producido por
Ehrlich en cabras.
Durante estos ensayos, se curaron
168 de los 220 niños tratados; el 23,6% de mortalidad resultante
era menos de la mitad de lo habitual en los casos de difteria.
En especial, el suero prometía una salvación casi segura si se
administraba en los dos primeros días de la enfermedad. En
agosto de 1894, la compañía Hoechst, a través de un contrato con
Behring y Ehrlich, lanzó la comercialización del nuevo remedio,
de eficacia tan espectacular que en 1901 le valdría a Behring el
primer Premio Nobel de Fisiología o Medicina. “Behring fue
también el primero en detectar y describir reacciones inmunes
negativas a las antitoxinas generadas en animales, sobre todo la
hipersensibilidad, un término que él acuñó”, añade Linton.
Los salvadores contra la lacra de la difteria
Tanto el grupo de los alemanes
como sus competidores en el Instituto Pasteur y otros lugares
comenzaron a producir sus sueros en caballos, animales que
permitían obtener fácilmente mayores cantidades de antitoxina
que las ovejas o las cabras. Los establos para la fabricación de
antisueros comenzaron a extenderse rápidamente, y no solo en el
viejo continente: ya en el verano de 1894 el bacteriólogo jefe
del Departamento de Salud de la ciudad de Nueva York, Hermann
Biggs, pudo observar por sí mismo cómo estos laboratorios
proliferaban por Europa, y de
inmediato importó la técnica. Antes de que terminara el año, 13
caballos ya producían antitoxina diftérica en el Colegio de
Cirujanos Veterinarios, en pleno Manhattan.
En los años posteriores, los
caballos de la antitoxina se volvieron enormemente populares
entre el público como los salvadores contra la lacra de la
difteria. En Nueva York, Biggs enseñaba los limpios establos de
los animales, explicando que se les trataba como a pacientes de
un hospital, que generalmente no sufrían el menor daño con la
inoculación, y que se les mantenía bien cuidados y alimentados.
No faltaron los fracasos: en
1901, 13 niños fallecieron en San Luis (Misuri) al recibir suero
de un caballo llamado Jim que estaba enfermo de tétanos. La
tragedia motivó
en EEUU la primera regulación de productos biológicos que llevaría después a la creación de
la Food and Drug
Administration
(FDA).
El pasado enero, un estudio
describía la obtención por tecnologías genéticas de anticuerpos
capaces de neutralizar la toxina diftérica, un proyecto financiado por un
consorcio de la organización de bienestar animal PETA. Y hay al
menos otro
grupo de investigación que persigue el mismo objetivo, producir antitoxina sin caballos.
Por fortuna y gracias a la vacunación, hoy la difteria ya no
suele ser una amenaza. Pero este avance tiene también una
contrapartida: las perspectivas de que se financien los ensayos
clínicos necesarios y de que una compañía apueste por estos
productos no son demasiado halagüeñas, tratándose de una
enfermedad ya casi olvidada. Y sin embargo, cerrar por fin este
capítulo de la historia de la medicina parece una obligación
hacia los héroes cuadrúpedos que durante más de un siglo nos
mantuvieron a salvo del “ángel estrangulador”.
(Un texto de Makrina Agaoglou y Ágata Timón en bbvaopenmind.com del 30 de octubre de 2018)
La vida es impredecible: cada día se suceden billones de factores
que pasan desapercibidos pero que pueden tener un gran impacto en
nosotros y en el resto del mundo. Si miramos con atención, podemos
ver patrones que los determinan. Muchos fenómenos de la
naturaleza se rigen por leyes físicas que permiten predecir su
evolución. Y a lo largo de la historia, los científicos
han tratado de identificar las reglas que describen, por ejemplo,
el movimiento de los péndulos, de los planetas en órbita… y hasta
de las naves espaciales que han mandado a la Luna.
Sin embargo, la explicación de otros hechos, como la evolución
del clima o el flujo de la sangre a través del corazón, parecía
imposible. Durante siglos, se ha considerado que estos sistemas
complejos eran aleatorios. Lo cierto es que no lo eran, pero no se
disponía de las matemáticas necesarias para entender sus patrones,
hasta que surgió la teoría del caos.
Uno de los principales artífices de esta nueva teoría fue Henri Poincaré (29 de abril
de 1854–17 de julio de 1912), un matemático francés que hizo
importantes contribuciones en diversos campos, entre ellos los
sistemas dinámicos y la topología.
En 1887, Poincaré se inscribió a un concurso de
problemas convocado con motivo del cumpleaños del rey Oscar II de
Noruega y Suecia —que había estudiado matemáticas y estaba
especialmente interesado en el tema. Una de las cuestiones
consistía en describir la posición de los planetas en el sistema
solar en cada momento pasado y futuro del tiempo, siguiendo el
modelo de las ecuaciones de Newton.
Poincaré identificó la impredecibilidad del
sistema y escribió: “Puede suceder que pequeñas diferencias en las
condiciones iniciales produzcan cambios grandes en los fenómenos
finales. Un pequeño error producirá un fallo enorme.
La predicción se vuelve imposible.” El francés solo dio una
solución parcial del problema, pero aun así recibió el premio.
Lorenz y el “efecto mariposa”
Sin embargo, el estudio de los sistemas dinámicos fue olvidado
durante casi un siglo, hasta la década de 1960. Entonces, el
matemático y meteorólogo Edward Norton Lorenz (23 de
mayo de 1917–16 de abril de 2008) se topó con este fenómeno
mientras estudiaba el clima mediante un modelo matemático de
corrientes de aire en la atmósfera. Un día, quiso repetir una de
las simulaciones, pero escogió los datos intermedios del resultado
de la primera computación como condiciones iniciales de la
segunda.
La computadora empleaba seis decimales durante los cálculos, pero
redondeaba a tres el resultado que ofrecía impreso, que fue el que
usó Lorenz. La diferencia entre el dato con tres o seis decimales
es menor a 0,0001, por lo que los resultados de la segunda
ejecución deberían haber sido muy parecidos a los de la primera.
En cambio, las dos evoluciones climáticas predichas por el modelo
tomaron caminos completamente separados. Después
de descartar fallos mecánicos en el ordenador, Lorenz llegó a la
misma conclusión que Poincaré: las propiedades del sistema hacían
que pequeños cambios en las condiciones iniciales
provocaran resultados significativamente diferentes.
Estas observaciones fueron el origen de su famosa charla “Predecibilidad: ¿Puede un aleteo
de una mariposa en Brasil desencadenar un tornado en Texas?“.
Con motivo de esta conferencia Lorenz acuñó el término “efecto
mariposa”.
Pocos años después Stephen Smale —catedrático de
la Universidad de California (Berkeley) y reconocido con la
medalla Fields en 1966,—ideó la llamada herradura de Smale,
que trata de reducir el caos a su expresión fundamental.
Es una transformación geométrica que actúa sobre un cuadrado
contrayéndolo, dilatándolo y doblándolo hasta convertirlo en una
herradura. Pese a su sencillez, cuando se aplica de manera
sucesiva acaba llevando a situaciones caóticas, que son de cierta
manera universales.
La transición del orden al caos
Pero, ¿cómo ocurre la transición del orden al caos? Durante la
década de 1970, Mitchell Feigenbaum, un físico matemático,
descubrió una manera fundamental. Usando la potencia de la
computación, demostró la existencia de una constante que aparece
en una clase amplia de funciones matemáticas, antes del inicio del
caos. Este número, alrededor de 4,6692, se
conoce como la constante de Feigenbaum.
A mediados de la década de 1980, el caos era un tema en auge.
Muchas universidades y centros de investigación crearon grupos
dedicados al estudio de dinámicas no lineales y sistemas
complejos. Términos como bifurcación (cuando un pequeño
cambio sobre los valores de los parámetros de un sistema provoca
un cambio ‘cualitativo’ o topológico repentino en su
comportamiento), fractal (imagen del caos) o efecto mariposa, se
extendieron rápidamente.
Matemáticos, y también meteorólogos, antropólogos, sociólogos,
físicos, filósofos, informáticos, ingenieros o economistas
empezaron a ver más allá del aparente desorden aleatorio de la
naturaleza, encontrando conexiones en el comportamiento
de los mercados financieros, los fenómenos meteorológicos, el
movimiento de ciertos cuerpos celestes, la evolución de un
ecosistema…
La teoría del caos se convirtió en la herramienta matemática
perfecta para extraer estructuras ordenadas de un mar de caos. Se
basa en dos ideas principales: 1) incluso los sistemas
complejos contienen un orden subyacente y 2) en esos sistemas, las
pequeñas diferencias en las condiciones iniciales (por ejemplo,
pequeñas variaciones de temperatura) producen resultados muy
divergentes, lo que hace que, en general, la predicción de su
comportamiento a largo plazo sea imposible (matemáticamente
decimos que el sistema tiene una fuerte dependencia de las
condiciones iniciales).
Esto sucede aunque el comportamiento de estos fenómenos esté
completamente determinado por sus condiciones iniciales, sin
involucrar ningún tipo de elementos aleatorios. En otras palabras,
la naturaleza determinista de estos sistemas no los hace
predecibles, aunque, por lo menos, gracias a la teoría
del caos es posible analizar su imprevisibilidad desde un punto de
vista estratégico.
(Un texto de Dory Gascueña en bbvaopenmind.com leído el 30 de julio de 2020)
El teorema de Pitágoras, las
fórmulas para calcular superficie y volumen de las distintas
figuras geométricas, el número Pi…Todos estos son conceptos
propios de la geometría
clásica o euclidiana,
que se enseña en los colegios junto a la geometría
analítica(que
traduce estas figuras a expresiones algebraicas como funciones o
ecuaciones) y que se adaptan perfectamente al mundo
que los seres humanos hemos creado.
Pero, ¿y si hubiera una geometría
“sin procesar” detrás de los patrones de comportamiento de los
diferentes elementos de la naturaleza? Una geometría
no adaptada al mundo que los humanos han creado, sino a todo lo
que estaba aquí antes de que llegaran, e incluso, al funcionamiento de sus
propios cuerpos. Una nueva perspectiva con la que analizar y
descifrar los procesos naturales que ocurren a nuestro
alrededor: la geometría fractal llegó (para quedarse) a
finales del siglo pasado.
El descubrimiento de la geometría
fractal hace escasamente 50 años ha permitido explorar
matemáticamente las “irregularidades” de la naturaleza en muchas de sus formas.¿Qué lógica
siguen las ramas de un árbol cuando crecen? O los
picos de las montañas, e incluso la trayectoria de los
rayos en una tormenta, el
ciclo de crecimiento de los microbios o la formación de las estrellas en la
galaxia. Todos
estos fenómenos naturales se pueden desencriptar gracias a la
geometría fractal.
“Las nubes no son esferas, las
montañas no son conos, las costas no son círculos y la corteza
de los árboles no es lisa, ni los rayos viajan en línea recta”,
dijo a finales de los 70 Benoit Mandelbrot, el matemático responsable de acuñar en 1975 el
término fractal
(del latín fractus, quebrado o fracturado). Por aquel
entonces Mandelbrot
trabajaba para IBM en el
Thomas Watson Research Institute de Nueva York tras su etapa como
profesor en varias universidades americanas. Su cometido era
identificar por qué se producía una interferencia de ruido
blanco en el sistema de telecomunicaciones en el que trabajaba. Benoit Mandelbrot(1924-2010), nacido polaco y nacionalizado
francés y estadounidense en el contexto de la II Guerra Mundial,
tenía una mente excepcionalmente visual que le permitió
encontrar la base matemática de los fractales, a pesar de que
estas figuras parecían irregulares al ojo humano.
Matemáticas: una lente más
potente que el microscopio
Siguiendo su instinto de
interpretar los problemas en términos visuales, Mandelbrot analizó
el gráfico que representaba la turbulencia generada por el
ruido blanco y
descubrió que, al margen de la escala del gráfico,
los datos de un día, una hora o un segundo, tenían siempre el
mismo patrón. Fue entonces
cuando recurrió a los trabajos de los matemáticos Pierre
Fatou (1878-1929) y
Gaston
Maurice Julia (1893-1978), que habían estudiado la iteración de
funciones (la base del principio de autosimilitud en
matemáticas). Gracias al
potencial de los ordenadores con los que trabajaba, Mandelbrot
pudo replicar esta ecuación infinitamente para obtener
una de las imágenes más icónicas de la ciencia, el conjunto de
Mandelbrot. Esta curiosa
imagen, de aspecto orgánico e irregular, responde al principio
matemático de autosimilitud de los fractales y es infinitamente
ampliable: el patrón de los bordes se repite una y otra vez al
profundizar en la imagen.
Gracias al potencial de los
ordenadores con los que trabajaba, Mandelbrot pudo replicar esta
ecuación infinitamente para obtener una de las
imágenes más icónicas de la ciencia, el conjunto de Mandelbrot. Esta curiosa imagen, de aspecto
orgánico e irregular, responde al principio matemático de
autosimilitud de los fractales y es infinitamente ampliable: el
patrón de los bordes se repite una y otra vez al profundizar en
la imagen.
Años después, Mandelbrot publicó
Fractal Geometry of Nature (1982), una obra con la que recibió la
atención y legitimidad propias del creador de un nuevo campo de
conocimiento. Este peculiar matemático (poco ortodoxo para los
estándares académicos previos a su descubrimiento),
defendía que los fractales son más naturales e intuitivos que
los objetos basados en la Geometría Euclídea, generados y
regularizados artificialmente por el hombre. Mandelbrot no fue el único
responsable intelectual del nacimiento de la geometría fractal,
pero sí el encargado de darle forma (literalmente) al
conocimiento previo gracias al potencial de los ordenadores. En ciencia, como en los fractales,
siempre hay una forma intelectual dentro de otra más grande,
aunque en este caso no se cumpla el principio de autosimilitud.
Gracias al descubrimiento de los fractales, por primera vez una
ecuación
sencilla puede
explicar formas de gran complejidad que, además, con el tiempo
se ha demostrado que están presentes en los grandes procesos de
la naturaleza.
(Un texto de Javier Yanes en bbvaopenmind.com leído el 13 de noviembre de 2014)
Fue una estrella de Hollywood, que dedicaba las noches a
desarrollar un sistema de salto de frecuencias de
comunicación. Fue la inventora de un precursor del
WiFi, que de día interpretaba a Dalila bajo la
dirección de Cecil B. DeMille. Fue la esposa de un judío que
vendía armas a Hitler y Mussolini. Fue la emigrante que contó
a las autoridades de EE.UU. todo lo que sabía sobre el armamento
de las potencias del Eje. Todo eso fue Hedy
Lamarr (9 de septiembre 1914 – 19 de enero 2000), un
personaje digno de una novela de John Le Carré y de cuyo
nacimiento ahora se cumplen 100 años.
En 1933, año de la película Ecstasy, en
la que se desnudaba por completo y que la lanzó a la fama de la
mano del escándalo, la actriz austríaca Hedy Kiesler se casó con
su primer marido, el magnate Fritz Mandl, “que suministraba
armamento ilegal a los gobiernos fascistas de Europa”, explica a
OpenMind Stephen Michael Shearer,
biógrafo de la actriz y autor de Beautiful: The Life of Hedy
Lamarr. La relación no fue ideal. “Era una
esposa trofeo a la que se le negaba la vida social sin su marido;
su carrera se estancó”, señala el biógrafo.
Hedy escapó de su marido y emigró a EEUU, reanudando su carrera
en Hollywood en 1937. Con su nuevo nombre, Hedy Lamarr, la actriz
de deslumbrante belleza se convirtió en una gran estrella. Pero
tras su imagen pública rutilante, Lamarr escondía algo más. En
Viena había escuchado las conversaciones sobre armas y sistemas de
comunicaciones que su marido mantenía con los líderes de la Europa
fascista. Y cuando se fue, se llevó lo que sabía para ponerlo a
disposición del país que la acogió.
Un día Lamarr conoció al compositor y pianista George Antheil, un
pionero de la música mecanizada y la sincronización automática de
instrumentos. Juntos pensaron en aplicar el principio de la
pianola a los torpedos dirigidos por radio; es decir, emplear
rollos de papel perforado para que la frecuencia de la
comunicación fuera saltando entre 88 valores distintos (el número
de teclas del piano) según una secuencia que solo podrían conocer
quienes poseyeran una clave. Eso impediría que el sistema fuera
interceptado. La patente se publicó el 11 de
agosto de 1942 con el número 2.292.387, bajo el título Sistema
de comunicación secreta.
Sin embargo, el sistema de
Antheil y Lamarr no fue explotado de inmediato. Para Shearer, esto
se debió a dos razones: “Primero y más importante, el gobierno no
entendió o no conceptualizó entonces la comunicación inalámbrica”.
Pero según el autor, el segundo motivo obedecía al perfil inusual
de la inventora. “Posiblemente el invento fue aparcado porque se
consideraba a Lamarr la chica más guapa del mundo y debemos tener
en cuenta que en esa época nadie tomaba en serio a una mujer bella
en cuestiones intelectuales”. Anthony Loder, hijo de su tercer
matrimonio, apunta a OpenMind que ella nunca pretendió ganar
dinero con su invención, que entregó a la marina estadounidense. “Hedy se adelantó a su tiempo en
20 años”, añade el hijo de la actriz.
Por fin, la invención de
Antheil y Lamarr sería aprovechada dos decenios más tarde, después
de que en 1959 Antheil falleciera y la patente expirara sin llegar
a producir un solo dólar. “En los 60, la patente se utilizó para
desarrollar comunicaciones militares inalámbricas para misiles
guiados. Y esto llevaría, juntamente con la invención de los
teléfonos móviles, al fundamento de todas las comunicaciones
inalámbricas que conocemos hoy, como el WiFi”, detalla Shearer.
Para la inventora y actriz, en cambio, el futuro no sería tan
prometedor. Después de la guerra, su carrera cinematográfica entró
en declive. Sus años más oscuros llegaron a partir de la década de
1960, cuando llegó a ser acusada de robo en tiendas. Tampoco su
labor como inventora fue reconocida hasta después de su muerte, en
el año 2000. Desde 2005 su cumpleaños, el 9 de noviembre, está
señalado como el Día del Inventor en los países de habla germana
(Austria, Suiza y Alemania). Y en mayo de 2014, Lamarr y Antheil fueron
incorporados al Inventors Hall of Fame de EE UU.
La reivindicación de su figura ha dado lugar a nuevas obras sobre
su apasionante vida, como la novela gráfica de Trina Robbins Hedy Lamarr and a Secret
Communication System o el libro Hedy’s Folly: The Life and
Breakthrough Inventions of Hedy Lamarr, del
ganador del Pulitzer Richard Rhodes. Por su parte, Loder adelanta
que prepara un libro sobre su madre y que colabora en una película
biográfica destinada a ver la luz en 2015.
(Un texto de Pedro J. Miana en el Tercer Milenio -Heraldo de Aragón- del 21 de febrero de 2021. Ideal para pensar en algo fresquito con el calor que hace...)
La belleza y fragilidad del copo de nieve esconde un universo matemático donde caos y orden conviven en perfecta armonía.
Y Filomena llegó –pensaba ausente mientras veía caer la nieve tras la ventana de la cocina. Esta vez los meteorólogos lo habían avisado y habían acertado de pleno. Y no era una empresa fácil. Una manera de estudiar matemáticamente un fenómeno es diseñar tu propio fenómeno ‘de juguete’, llamado modelo, y que puedas controlar. Si cambia con el tiempo, como en la meteorología, utilizaremos ecuaciones diferenciales. Son como las ecuaciones del colegio, pero las incógnitas, las famosas x, y, z, ya no son números, sino funciones del tiempo, como la posición, la temperatura o la humedad. Las soluciones de las ecuaciones diferenciales dependen de las llamadas condiciones iniciales, valores iniciales de las funciones que puedo medir en un momento dado.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el matemático estadounidense Edward Lorenz (1917-2008) sirvió a su país como meteorólogo, y al finalizar, siguió en este campo doctorándose en el Massachusetts Institute of Technology, MIT. Lorenz se preguntaba por qué, si se conocían las ecuaciones y las condiciones iniciales, no se conseguía predecir el tiempo atmosférico que iba a hacer dentro de tres días con una fiabilidad aceptable.
En 1963, decidió simplificar al máximo las ecuaciones y planteó su ‘modelo de juguete’, hoy llamado modelo de Lorentz y que conservaba las propiedades más importantes del real, en particular la no linealidad de las ecuaciones. No podía resolverlo analíticamente, así que buscó soluciones numéricas con ayuda de uno de los primeros ordenadores personales.
Casi por casualidad, un día decidió confirmar algunos de los cálculos realizados. Esta vez introdujo las condiciones iniciales con un levísimo redondeo, tomando solo tres cifras decimales en vez de las cinco que inicialmente utilizó. Al volver de tomar una taza de café, encontró cambios drásticos en los resultados finales. Evidentemente pensó que la computadora se había estropeado, pero antes de llamar a los técnicos, decidió darle una segunda oportunidad. Al volver a introducir las condiciones iniciales, se dio cuenta que el levísimo redondeo realizado, unido a la especial naturaleza de las ecuaciones, era el causante de la nueva situación descrita. Dos estados iniciales muy similares podían evolucionar de modo radicalmente distinto, como dos hermanos gemelos.
Había sido descubierto el comportamiento caótico de las matemáticas y de
la realidad que se sintetizó en el llamado ‘efecto mariposa’. En un
congreso celebrado en 1972 pronunció su famosa metáfora: "El aleteo de una mariposa en Brasil puede ocasionar un tornado en Texas".
[...]
Varios
grupos de niños y padres, ocultos tras gorros, mascarillas y guantes,
poblaban ya el parque. Reconocimos a nuestros vecinos rodando una gran
bola por el suelo. Al empujar la bola desde su parte superior, la fuerza
de rozamiento produce rotación que, unida al propio peso de la bola,
consigue trasladar y adherir más nieve a la bola, aumenta de tamaño y
adquiere una forma cilíndrica. Cualquier niño sabe que para que la bola sea esférica hay que variar la dirección de traslación,
así las bases del cilindro se redondean y acaba pareciéndose más o
menos a una esfera. Como curioso resultado se trazan caminos erráticos
libres de nieve.
Al acercarnos a ellos, nos invitaron a hacer el muñeco de nieve juntos. Uno de los niños preguntó sobre las dimensiones de cada una de las tres bolas para hacer el muñeco.
En este caso, no hay proporciones escritas sobre los tamaños de cada
una de las bolas para conseguir el muñeco de nieve perfecto. Aquí el
diseño e incluso la forma es libre: la cabeza del famosísimo Olaf no es
esférica. Pero lo que sin duda no puede faltar son una zanahoria de
nariz, unas piedras de ojos y las ramas de brazos.
[...]
La nieve sabe hacer hexágonos
[...] Había enormes mantos blancos, tan puros que te tentaban a lanzarte sobre ellos. [...]
No fuimos los primeros en llegar a esa ladera del parque. Sin
saber cálculo diferencial en varias variables, Pablo y Laura eligieron
la dirección en la que el gradiente proporcionaba la mayor velocidad a
su trineo. Tras varios descensos, optaron por abandonar el trineo y
bajar rodando por la ladera. Al pararse, Laura miró fijamente a un
cristal sobre la nieve.
–Mira, papá: la nieve sabe hacer hexágonos –dijo Laura señalando copos de nieve sobre el cristal.
–Sí,
así es. Has visto lo mismo que el matemático Johannes Kepler
(1571-1630). Un día del invierno de 1611, y mientras caía una nevada
como esta en Praga, se le ocurrió que el mejor regalo para su protector
era dedicarle un ensayo sobre matemáticas y nieve, ‘Strena Seu De Nive
Sexangula’ (‘Un regalo de Año Nuevo de nieve hexagonal’). No fue el
único genio que se asombró con la nieve. René Descartes (1596-1650) en
su obra ‘Meteoros’, de 1637, escribe: "Eran pequeñas placas de hielo,
muy planas, muy pulidas, muy transparentes, con un espesor como el de
una hoja de papel algo gruesa, [...] pero tan perfectamente talladas
en hexágonos, con los seis lados tan rectos y los seis ángulos tan
iguales, que para el hombre sería imposible hacer algo tan exacto".
Con ayuda de un microscopio, el fotógrafo Wilson Bentley, conocido como
el Hombre Copo de Nieve, llegó a fotografiar, desde 1885 y durante 45
años, más de 5.000 copos de nieve, sin que entre ellos no hubiera dos
idénticos y donde reinaba la simetría hexagonal.
–Déjame tu móvil para que pueda hacerles fotos –me pidió Laura mientras extendía el brazo.
Con cara de asombro y temiendo que mi móvil nuevo acabara en la nieve, les propuse.
–Os puedo enseñar a dibujar un copo de nieve mágico,
el copo de nieve de Koch. Por mucho que dibujemos, nunca lo
terminaremos. Medio confundidos, medio intrigados, y antes que se
revelaran, iniciamos la retirada hacia el calor del hogar.
(Un texto de Martín Caparrós en El País Semanal del 18 de
abril de 2021)
Las noticias ya no son periódicas, irrumpen en cualquier
momento. El mundo está en cambio constante. Quizás deberíamos llamar a los
diarios continuos.
¿Y entonces qué habría que hacer con esas palabras que ya no
son lo que eran, no significan lo que significaban? ¿Vale la pena señalarlas,
agregarles algún tipo de advertencia, un asterisco que anuncie "atención,
palabra confundida"? La palabra "periódico", digamos. Ningún
sudaca la diría, pero para eso están las diferencias: ustedes dicen periódico,
nosotros decimos diario; nosotros decimos ustedes, ustedes dicen vosotros —y
vosotros quién sabe. En cualquier caso, diario y periódico pueden ser lo mismo:
un hato de papeles entintados que envolverán los restos del mañana. Y son lo
mismo: dos adjetivos hechos sustantivos que definen algo que sucede con una
regularidad determinada. "Periódico" es otro ejemplo de la parte por
el todo: aparecer a intervalos fijos era solo una de las características de
esos hatos llenos de avisos y de anuncios, pero acabó siendo su nombre.
El primero en castellano fue obra de un tal Francisco Fabro
Bremundán, secretario de un bastardo del rey Felipe IV y una actriz, que, hace
justo 360 años, publicó el primer número de la Relación o Gaceta de algunos
casos particulares, así políticos como militares, sucedidos en la mayor parte
del mundo; el pionero se imprimía cada mes y sobrevivió; tanto que, tras
llamarse Gaceta de Madrid durante un par de siglos, a principios del XX
terminó por convertirse en el Boletín Oficial del Estado —español— y
allí sigue. Pero ya en 1758 le había surgido, entre otros, un competidor
particular: el Diario de Madrid aparecía, como su nombre lo indica,
todos los días, y empezó a crear esa costumbre.
La esencia de lo periódico es que establece un ritmo:
durante los últimos 200 años el tiempo de muchos fue marcado por aquellos
impresos. Leer el periódico no era solo una forma de asomarse y echar una
mirada; era, sobre todo, un modo de organizar la vida. Me despierto, hago el
café, abro el periódico; el mundo se desplegaba una vez al día.
Y lo mismo pasaba con su producción: sus artesanos iban
cociendo todo lo que tenían para reunirlo en una "edición" que se
imprimía a horarios fijos. Era un imperativo técnico, pero a veces lo que
aparece como imposición se mantiene como costumbre: durante décadas los
noticieros —de la radio primero, de la tele después—, que no tenían por qué,
también reunían sus noticias para ofrecerlas en horarios fijos, como si algo
los obligara más allá del hábito. Eran tiempos en que las informaciones llegaban
a sus horas, como un buen jarabe.
Eran periódicas y había que ir a buscarlas: comprar el
diario, sintonizar las noticias. El gran cambio es que ahora las noticias
aparecen sin que las busques. La tarea, si acaso, ya no es verlas, sino no
verlas. Porque los medios actuales —corriente continua, shock tras shock
tras otro shock— se creen que tienen que lanzar piedritas todo el
tiempo, requerir todo el tiempo tu atención.
—¿Qué tienes para las 16.42?
—El invento de unos zapatos para perros trifásicos,
fascinante, viene con un buen vídeo de gatitos.
—¿Y para las 16.48?
—Uy, las 16.48.
Las dizque noticias ya no son periódicas; irrumpen en
cualquier momento. El mundo no se renueva cada día: está en cambio constante —y
nada cambia. Por esa furia de darte siempre algo han conseguido que casi todo
nos importe poco: en mi barrio lo llaman escupir para arriba —y lo hacemos
espléndido. Los medios quieren mandarte un flujo constante incontenible porque
su negocio consiste en mantenerte pinchado non stop y han creado ese
sentido de urgencia en que vivimos, esa atención dispersa pero permanente para
la cual no enterarse de la separación de Pinchafifis 12 minutos después de que
suceda es un fracaso, la evidencia de que todo se te escapa —y te enteras y no
importa nada.
Así que la palabra "periódico" ya no tiene
sentido. Deberíamos llamarlos "continuos", un flujo sin mojones, un
espacio sin tiempos que lo marquen. Como la vida ahora, cuando la peste la ha
revuelto tanto.
Corazón de vaca: la extraña enfermedad que mató a Azaña tras una triste agonía
(Un texto de Manuel P. Villatoro
Lo suyo fue un presentimiento, casi como si conociera de
antemano el triste final que le deparaba el destino. Poco
después de que la Guerra
Civil sacudiera a un país en declive, el que fuera uno
de los políticos más reconocibles de la Segunda
República se subió a un estrado valenciano
indignado por los acontecimientos. A Manuel Azaña,
su figura siempre le delataba ante el público: perfil
abultado, traje de anchas hechuras, gafillas redondas típicas
de la época y calvicie marcada, aunque llevada con mucha
gracia. Aquel día, voz grave y pausada mediante, el presidente
pronunció una frase que no podía ser más premonitoria:
«Se me romperá el corazón y nadie sabrá nunca cuánto sufrí
por la libertad de España».
Años después, en 1940, un doctor francés confirmó que el ya
expresidente padecía una extraña enfermedad cardíaca.
Para entonces ya tenía problemas de movilidad y de
respiración, lo que le había hecho cambiar las cuestas por el
terreno llano en sus recurrentes paseos en el exilio. «La
dilatación era tremenda. El espacio que ocupaba el corazón en
la caja torácica era desproporcionadísimo anormal», confirmó
su cuñado, Cipriano de Rivas-Xerif (o Cherif),
en su libro «Retrato de un desconocido» (Ediciones Oasis,
1961). La hazaña de Azaña fue predecir por qué abandonaría
este mundo. Y el mismo médico galo que le atendió se asombró
al saberlo:
«Pues no hay diagnóstico mejor que ese. Porque lo que
tiene no es otra cosa sino que se le ha roto el corazón».
Cherif, presente en la triste escena mientras el expresidente
era auscultado, redondeó el diagnóstico con un halago tan
castizo como apropiado para la ocasión. Insistió en que lo que
tenía en realidad Azaña era un corazón que no le
cabía en el pecho, y que eso había acabado con su
vida. El cariño era sincero, pues la relación entre ambos
había superado la habitual de cuñado y yerno.
«Se sonrió conmiseradamente el médico al oírme repetir lo que
los españoles decimos del hombre generoso». El médico cerró el
momento con una respuesta seca:
«Muy justa expresión. Porque cuando a uno no le cabe el
corazón en el pecho, no puede vivir».
A partir de entonces comenzó la triste agonía del político.
En pocas jornadas quedó relegado a la horizontalidad del
colchón, sin poder apenas andar o hablar. Le cansaba hasta
subir unos pocos escalones. No le ayudó tampoco cambiar de
residencia al verse perseguido por la Gestapo y
algunos miembros de Falange. Aunque, como explicó Luis
Ignacio Rodríguez Taboada (embajador de México en
Francia y uno de los pocos que mantuvo contacto con Azaña por
entonces), pasó sus últimos días todo lo animado que pudo,
mientras aquellos que le rodeaban le leían en voz alta pasajes
del Quijote o «El coloquio de los
perros». Así, hasta que su vida se apagó entre el 3
y el 4 de noviembre de 1940.
Adiós a España
Mucho hay que reseñar de la vida de Manuel Azaña, aunque poco
que no se conozca ya. Presidente de la Segunda
República durante la Guerra Civil,
ministro de Defensa y, en definitiva, cara visible de la lucha
contra los sublevados, este madrileño vivió sus peores
momentos como político en enero de 1939. Fue un viernes 13,
casualidades de la fortuna, cuando le informaron de que el
desastre era total y que debía abandonar Tarrasa,
uno de los últimos refugios del gobierno, ante el avance
imparable de las tropas de Francisco
Franco. Así lo narra Santos Juliá en
«Destierro, persecución y muerte de Manuel Azaña».
Fue en Perelada, Gerona, donde Azaña
recibió la mala nueva: Barcelona había caído. Y con ella, la
última esperanza de la República. El general Vicente
Rojo confirmó a finales de enero que no había nada
que hacer y aconsejó un cese total de las hostilidades para
evitar más bajas. Parte del gobierno se mostró en contra. Con
ese negro panorama, el presidente, su familia y su séquito
pusieron rumbo hacia la frontera norte de España. Según él
mismo confirmó, la única realidad era que «hemos perdido la
guerra, hemos sido vencidos, y no nos queda más que sacar las
consecuencias».
El caos era total. Todavía en territorio republicano, Juan
Negrín instó al presidente a marcharse del país e
instalarse en la embajada de España en Francia.
Una idea que no fue bien recibida por Azaña:
«Amigo Negrín, saldré de Cataluña cuando usted quiera, pero
cuando salga lo haré definitivamente […] Conviene que usted
sepa, además, que si voy a Francia no pienso instalarme en la
embajada. Me trasladaré a casa de mi cuñado, en Collonges-sous-Salève,
y allí permaneceré». Al final, el camino al destierro comenzó
la mañana del 5 de febrero, a eso de las seis de la madrugada.
El frío helaba los huesos de un séquito de varios vehículos en
los que se podía distinguir al mismo Cherif.
Una jornada después, el presidente se instaló en una casa
situada a 300 metros de la frontera franco-suiza. Fue la
primera de las muchas en las que residió durante un exilio
que, a pesar de ser breve, le llevó por Collonges
o -entre otros lugares- Pyla-sur-Mer (cerca
de Burdeos). El miedo fue su principal acompañante en el
periplo de Azaña, que presentó su renuncia el 1 de
marzo de 1939. El miedo a ser cazado junto a su
familia por la Gestapo nazi o por los agentes que Franco había
enviado al sur de Francia.
Corazón de vaca
Así pasaron los meses hasta la llegada de febrero de 1940.
Azaña, que residía en Pyla-sur-Mer, llevaba por entonces
tiempo achacoso. Se notaba con dolores y molestias
en el pecho y su cansancio iba en aumento. Debió
ver cerca a la Parca, pues, a pesar de que en principio se
negaba a ser visitado por un médico, terminó aceptando la
propuesta de su cuñado y permitió que le auscultaran. El
elegido para ello fue el doctor Monod, de una familia que
Cherif calificó como «ilustre en Francia» y
«muy particularmente en la historia».
«El expresidente accedió como excusándose de que le
hubiéramos llamado para cosa tan sin importancia a su
parecer; no sé bien si en el fondo de su ánimo no sentía la
preocupación, o quisiera ahuyentarla con desentenderse de
sus propios dolores y molestias. La que más me alarmaba era
la que decía en la parte alta del pecho, casi en la
garganta, cada vez que, sentado sobre en una butaca, se
apoyaba en el respaldo».
Tras examinar al paciente, Monod corroboró que padecía una
extraña dolencia. Una «lesión del corazón muy
importante, de años, sin duda». Aunque le instó a
ver a otros especialistas para confirmarla, no quiso que la
familia se hiciese ilusiones y le explicó que «aquella primera
investigación era lo suficientemente segura para afirmar que
la aorta y el corazón estaban
dilatadísimos». No había solución. Tan solo se podía paliar el
dolor y los síntomas con descanso constante y reposo.
«¿No habían ustedes advertido hasta ahora ningún síntoma
alarmante»
«Únicamente, estos últimos días, el semblante descompuesto
que nos hizo llamarle […] Hasta hace pocos días hizo vida
normal, incluso reanudando conmigo sus largos paseos de
antaño, yéndonos a pie los diez kilómetros que separaban
nuestra casa del casco de la población de Arcachón, y sí, se
cansaba un poco, pero no era de extrañar tras el mucho
tiempo que pasábamos así. Cierto que […] prefería los
caminos llanos a la subida del monte, pero tampoco me
extrañó, por ser una comodidad que yo compartía».
Azaña visitó en las jornadas siguientes a dos médicos más que
confirmaron el diagnóstico. Y, ya a sabiendas de lo que
sucedía, Cherif se percató de que los síntomas eran
obvios. A partir de entonces, el cuñado se esforzó
por esconder la gravedad de la situación. Estaba convencido de
que, de enterarse, la pena acabaría con él,
pues era un hombre sensible en extremo. Así pasó sus últimos
meses el defensor de la Segunda República: engañado cual niño
y arropado por unos seres queridos cuya máxima era evitarle el
disgusto de saber que estaba condenado.
Aunque la realidad es que el enfermo era tan impresionable
como perspicaz, y pronto se percató de que algo no andaba bien
en su cuerpo. La última corroboración de que algo no andaba
bien se la dio un especialista amigo del doctor Monod. El
mismo sujeto que protagonizó la anécdota con la que arranca
este artículo y que Cherif, en ningún caso, identifica con
nombres y apellidos.
La verdadera historia de Rita La Cantaora, la artista jerezana detrás del refrán popular
(Un texto leído en El Español el 26 de mayo de 2020)
Nació en Jerez de la Frontera pero su talento rápidamente la
llevó a los cafés más famosos de Madrid.
El nombre de *Rita La Cantaora* es más conocido por el refrán
popular que por su talento artístico. Expresiones como "Lo va a hacer Rita
la Cantaora", "Va a ir Rita La Cantaora" o demás variantes del dicho popular se han impuesto en el refranero español pero pocos conocen
su origen.
Rita Giménez García nació en Jerez de la frontera en 1859. Desde
muy joven, Rita destacó por su talento para el cante y el baile
flamenco. Empezó cantando coplas en su tierra natal pero pronto se fue a
Madrid,
para cantar junto a los más reputados artistas en los cafés de la
capital.
Entre 1884 y 1895, Rita compartió escenario con artistas como como
José Barea, Juana la Macarrona o las Borriqueras. Las malagueñas y las soleares era su especialidad y pronto las revistas y las
publicaciones
de la época empezaron a dedicarle sus espacios. La revista El
Enano le brindaba en 1885 unos versos en los que destacaba su belleza y su
gracia cantando, con estas palabras: "Del pueblo andaluz señora, todo el
elogio merece, que su mirar enamora, que una rosa que florece, es
Rita La Cantaora".
Su fama fue creciendo a finales del siglo XIX y principios del XX.
De ella se decía que le apasionaba tanto lo que hacía que jamás
rechazaba una actuación, sin importar lo que le pagaban por ella y su
nombre
aparecía en un sinfín de carteles. Muchas veces, si el público se
lo pedía, se arrancaba a cantar o a bailar sin pedir nada a cambio.
En esta su faceta de cantaora infatigable, devota del cante y del
baile flamenco más allá del dinero que pudiera proporcionarle, parece
estar el origen del dicho popular. Una de las explicaciones sugiere que
nació de sus propios compañeros que, cuando no querían actuar en algún café
o teatro, recomendaban a Rita La Cantaora, porque ella siempre
aceptaba las actuaciones. Otra teoría, sin embargo, señala que la
expresión surgió por parte de los que le tenían cierta envidia y que, cuando
no estaban de acuerdo con el pago por sus actuaciones contestaban con
la frase “Que lo haga Rita La Cantaora” en tono despectivo.
La verdad es que su pasión no le generó fortuna, pese a su
talento. Rita vivió casi toda su vida en el barrio humilde de Carabanchel
Alto, tras conocer y hacerse amiga del bailaor Patricio el Feo con el
que se fue a vivir. Allí conoció al volquetero Manuel González Flores,
quien fue su marido. Este era viudo y tenía una hija y cuatro nietos.
Sin descendencia propia, cuando Manuel falleció de forma súbita en
1930, Rita se hizo cargo de ellos y dedicó el resto de su vida a cuidar
de la familia.
Su última actuación sobre un escenario fue en 1934, a los 75
años, cuando su amigo Fosforito la invitó a un festival solidario en el madrileño Café de Magallanes en beneficio de un compañero que lo
estaba
pasando mal.
Al año siguiente habría de recordar esta actuación en una
entrevista, con las siguientes palabras: "No se me orviará mientras viva. Tos
los viejos reuníos. ¡Aquello! Ahora no hay más que buena vose y
fandanguillos, cosa fina, pero na... Se acabó la sabiduría der
cante y del baile" (sic).
En la que fue última entrevista, para /Estampa/, bajo el titular
"Rita La Cantaora vive olvidada en Carabanchel Alto", la periodista
Luisa Carnes lamentaba que la artista hubiese caído en el olvido: "de
tan
famosa llegó a ser para la nueva generación sólo un refrán",
escribió. En ese momento, Rita vivía lejos de los escenarios y dedicada a
sus nietos. "He vivío como una reina y ahora soy más probe que las
ratas"
(sic), decía la cantante.
"Tuve a mi vera a muchos hombres, que me hubieran elevao... y me
casé con un vorquetero de Carabanché. ¡La via! *Si uno supera er fin
que le aguarda en eya, ya viviría de otro mo*" (sic), contaba la cataora,
antes de arrancarse con una de sus coplas. "Males que acarrea er tiempo,
quién pudiera penetrarlos, para ponerle remedio, ante que viviera er
daño".
En 1936, con el inicio de la Guerra Civil, las autoridades
evacuaron a los habitantes de Carabanchel a Zorita del Maestrazgo, un pueblo
de Castellón donde vivió sus últimos días hasta que murió, de una
asistolia, el 29 de junio de 1937 a los 78 años.
(Un texto de Francisco Domenech en la web bbvaopenmind.com ddel 5 de diciembre de 2015)
Pocos físicos podrían presumir de haber dejado una huella en la
cultura popular. La del físico Werner Heisenberg
(1901–1976), en cambio, es una huella doble. La segunda
parte, más reciente e inesperada, le viene a través de la serie de
televisión “Breaking Bad”, cuyo protagonista, el
químico Walter White,
escogió el apodo de Heisenberg para sus actividades
criminales. Apenas puede encontrarse un paralelismo entre el
personaje de ficción y el científico ganador de un Nobel: ambos
eran unos simples profesores cuando lograron sus mayores éxitos.
Hasta que “Breaking Bad” recuperó el nombre de Heisenberg para el
gran público, al científico alemán se le reconocía sobre todo por
su principio de incertidumbre. Una especie de guinda de la teoría
cuántica que, simplificando, establece que la posición
y la velocidad de una partícula (como un electrón que gira en un
átomo) solo pueden medirse al mismo tiempo con una precisión
limitada. La fórmula del principio de incertidumbre de
Heisenberg implica que cuanto mayor es la precisión con
la que se conoce la posición de una partícula, con menos precisión
podemos saber su velocidad; y viceversa.
Esta consecuencia
cuántica se ha confundido muchas veces con el efecto
observador, aplicable a muchos sistema físicos en
general, que son imposibles de observar sin alterarlos: por
ejemplo, no podemos medir la presión de un neumático sin dejar
escapar algo de aire. El principio de incertidumbre de Heisenberg,
como él mismo aclaró, no tiene nada que ver con el proceso
de observación. Esa indeterminación es una propiedad
fundamental de los sistemas cuánticos (los esté observando alguien
o no) y es consecuencia de la dualidad onda-partícula.
Pero si el principio de incertidumbre de Heisenberg es una
de las fórmulas más malinterpretadas de la historia, es
por sus supuestas implicaciones filosóficas. Se
la ha utilizado como prueba tanto del libre albedrío
como del azar del destino (o incluso como
recurso para justificar la telepatía o la parapsicología). Lo
cierto es que el propio Heisenberg abrió la vía de la filosofía
indeterminista de su principio. En el artículo con el que lo
dio a conocer en 1927, afirmó que:
«En la formulación fuerte de
la ley causal “Si conocemos exactamente el presente, podemos
predecir el futuro”, no es la conclusión, sino más bien la
premisa la que es falsa. No podemos conocer, por cuestiones de
principio, el presente en todos sus detalles».
Haciendo una reinterpretación libre de su principio de
incertidumbre y tratando a Heisenberg como si fuera una partícula
cuántica, podríamos decir que cuanto más nos centremos en su
impacto en la cultura popular, menos conoceremos de su verdadera
importancia como científico.
Werner Heisenberg recibió el premio Nobel de Física en
1932 «por la creación de la mecánica cuántica». Así de
contundente es su gran mérito, menos conocido que su principio de
incertidumbre. Hasta que llegó Heisenberg, la teoría cuántica del
átomo tenía una base de mecánica clásica, parcheada con nuevas
fórmulas cuánticas. Y poco después de terminar su doctorado,
Heinsenberg se propuso ordenar y pulir toda la cuántica que le
habían enseñado sus maestros Bohr y Sommerfeld, partir de cero
para darle una formulación matemática adecuada. A eso dedicó el
primer semestre del curso 1924–25 y, con tan solo 24 años de edad
desarrolló la mecánica de matrices, que fue la
primera definición completa y correcta de la mecánica cuántica.
“Solo faltan detalles técnicos”
Además de eso, Heisenberg realizó grandes contribuciones
a la física teórica en campos muy diferentes, que
supusieron un salto en el conocimiento de los rayos
cósmicos, el ferromagnetismo, la superconductividad, el núcleo
atómico o las partículas subatómicas. También jugó un
papel fundamental en la puesta en marcha del primer reactor
nuclear alemán en 1957, pero mucho menos clara está su aportación
durante la II Guerra Mundial al programa de
armas nucleares de los nazis, que antes lo habían atacado por
considerarlo un representante de la “ciencia judía” (relatividad y
cuántica). Fuera como fuera, aquella etapa oscura de su carrera
científica terminó con Heisenberg capturado en 1945 por las
fuerzas aliadas en Alemania y encarcelado en Inglaterra dentro de
laoperación Épsilon, junto con otros grandes
científicos implicados en el proyecto nuclear alemán.
En los últimos años de su carrera Werner Heisenberg se centró en
la teoría del campo unificado, una especie de
“teoría del todo” para explicar las fuerzas fundamentales y las
partículas elementales. Hoy en día esa teoría sigue siendo el
santo grial de la física de partículas, pero en 1958
Heisenberg creyó haberlo encontrado junto con Wolfgang Pauli y
anunció en un programa de radio que solo les faltaban unos
«detalles técnicos». Pauli se enfureció por el anuncio prematuro
de Heisenberg y se burló de él en una carta
al físico George Gamow: «Esto es para demostrar al mundo que puedo
pintar como Tiziano. Solo faltan los detalles técnicos», escribió
Pauli bajo un recuadro en blanco.
(Un texto de José
Antonio López Guerrero en el bbva del 23 de enero de 2014)
Esta semana, José Antonio López Guerrero comparte con nosotros su
espacio de divulgación en RNE, “Entre Probetas”
sobre las últimas investigaciones que relacionan memoria y sueño:
¿cómo afecta a nuestros recuerdos lo que soñamos?
El cerebro procesa todo lo que aprendemos y
vemos durante el día y decide qué olvidamos y que recordamos. Lo
que se desconocía hasta ahora es cuándo se produce ese momento
selectivo; cuándo se fija en nuestra memoria la
información captada.
Científicos del Instituto de Investigación Médica y
Hospital de Bellvitge (Idibell), con colaboración
de la Universitat de Barcelona,
han demostrado por primera vez que ese momento se produce mientras
dormimos. Según el estudio, la consolidación de la memoria,
el hecho que podamos recordar acontecimientos o informaciones, se
produce durante el sueño gracias a la reactivación de la
información.
La investigación se ha realizado en un grupo de pacientes de un
tipo de epilepsia que se caracteriza por una atrofia y alteración
de las neuronas del hipocampo, así como con controles voluntarios.
Mientras los pacientes estaban ingresados antes de ser operados,
se les realizó una prueba para ver si la reactivación durante el
sueño de la información recibida por el día producía beneficios en
la consolidación de la memoria. Antes de ir a dormir, a los
sujetos se les presentaba una serie de parejas de sonidos e
imágenes y se les pedía que se aprendieran las parejas asociadas.
Durante la noche, en una fase profunda del sueño,
se les repetía la mitad de los sonidos aprendidos y a primera hora
de la mañana se les preguntaba por las asociaciones. Solo aquellos
sujetos con el hipocampo funcional, recordaban mejor aquellas
asociaciones que se habían reactivado durante la noche.
El descubrimiento podría servir para experimentar con terapias
que incluyan la reactivación de la memoria durante el sueño en
pacientes con lesiones cerebrales pero también podría
abrir una nueva línea de investigación sobre cuáles son los mecanismos
neuronales que sirven para fijar lo que aprendemos.
Pizarro, el conquistador que venció a 40.000 soldados incas con 200 españoles
(Un texto de Manuel P. Villatoro en el ABC del
En los años en los que todavía no se conocían todos los
recovecos del planeta eran pocos los que se atrevían a
adentrarse en las desconocidas e inexploradas selvas del
llamado Nuevo Mundo. Sin embargo, entre ellos se encontraba
Francisco Pizarro, un español que, mediante espada y morrión,
dirigió varias partidas de exploración a Perú y llegó a
vencer, junto a otros 200 españoles, a un ejército de casi
40.000 incas.
Y es que el siglo XVI fue uno de los más prolíficos para la
Corona, que mediante Pizarro tomó posesión de una gran parte
del oeste de América del Sur. No obstante, esta tarea se
realizó gracias al sacrificio de cientos de españoles que, con
la promesa de un futuro mejor, se adentraron en inhóspitos e
inexplorados territorios sabiendo de antemano que en cualquier
momento les podía llegar la muerte.
Pizarro fue hijo bastardo, criador de cerdos y sin cultura.
Nació en Trujillo (Cáceres)Aunque a día de hoy todavía no se
conoce la fecha exacta en la que nació Francisco Pizarro, se
ha establecido la posibilidad de que fuera entre 1476 y 1478.
Sin embargo, lo que sí se sabe a ciencia cierta es que el
lugar en el que su madre dio a luz fue el pueblo de Trujillo,
en el corazón de Extremadura. A su vez, existe consenso en
relación a sus progenitores. Concretamente, fue hijo bastardo
de don Gonzalo Pizarro (héroe de guerra que luchó a las
órdenes de Gonzalo Fernández de Córdoba, el «Gran Capitán») y
Francisca González.
Desde pequeño, Francisco nunca se destacó por su interés en
la cultura, algo que sin duda ayudó a su padre a tomar la
decisión de obligarle a cuidar cerdos. Sin embargo, y según
cuenta la leyenda, a los pocos años los animales a su cuidado
contrajeron una grave enfermedad y Francisco, por temor a ser
culpado de ello, huyó a Sevilla con tan sólo 15 años. Desde
allí iniciaría su vida militar, pues decidió embarcarse rumbo
a Italia para luchar en los Tercios.
Pizarro comenzaría su andanza por las tierras del Nuevo Mundo
con 24 años. Al parecer, viajó a América, como muchos,
seducido por las aventuras y la posibilidad de ganar dinero.
Tras su llegada participó como soldado en varias expediciones
sabiendo de antemano que, debido a que era un hijo bastardo y
carecía de cultura, le sería muy difícil ascender.
Eran años difíciles en los que los españoles trataban, a
costa de multitud de vidas, de asentarse en el territorio
luchando contra los naturales del lugar: los indígenas. «Los
indios eran exóticos. Andaban desnudos, dormían en casuchas de
madera y dormían en hamacas. Eran lampiños, de menor estatura
que los españoles, pero bien proporcionados (…) En cuanto a
las mujeres, iban descubiertas de medio cuerpo hacia arriba
(…) Las vírgenes dejaban ver su cuerpo enteramente desnudo»,
determina el escritor y graduado en Derecho Roberto Barletta
Villarán en su libro «Breve historia de
Francisco Pizarro».
Todo cambió radicalmente para Pizarro durante una de las
expediciones que dirigió el conquistador Alonso de Ojeda con
la intención de tomar el golfo de Urabá (ubicado cerca de
Panamá). El cometido, que en principio no parecía dificultoso,
se complicó cuando los nativos locales, armados con arcos y
flechas untadas en veneno, asediaron el emplazamiento español
levantado en el territorio: el fuerte de San Sebastián.
Su primer mando militar sucedió pues parecía inmune a las
plagasTras rudos combates en los que los españoles perdieron
multitud de hombres, todo terminó de complicarse cuando Ojeda
recibió un disparo en su pierna y tuvo que ser evacuado en un
buque. En ese momento fue cuando Pizarro, un militar anónimo
para todos hasta el momento, recibió, casi por obligación, su
primer mando a los 32 años de edad.
«Al despedirse de sus hombres, Alonso de Ojeda (…) dejó a
cargo al soldado barbudo (…). Su nombre lo conocía bien. A sus
dotes por él conocidas se sumaba que era uno de sus mejores
soldados y que (…) parecía inmune a las plagas que asolaban a
su hueste. No dudó en dejarlo al mando ascendiéndolo a capitán
y nombrándolo jefe de la expedición en su ausencia», destaca
el autor.
Antes de partir, Ojeda ordenó a Pizarro resistir durante 50
días en el fuerte con los escasos soldados de los que
disponía. A su vez, determinó que, si pasado ese período no
recibía refuerzos, tenía potestad para huir junto a sus
hombres en dos bergantines que dejaba a su disposición. El
español no lo dudó y se aprestó a defender el lugar durante
ese largo tiempo.
Una épica y mortal defensa
Como era de esperar, los casi dos meses siguientes fueron un
calvario pues, a los combates con los indios, se sumó la
escasez de alimentos. Tal fue la desesperación de los soldados
que se vieron obligados a matar y comerse a sus caballos, algo
inimaginable en aquella época. Para colmo, según pasaba los
días, la posibilidad de recibir refuerzos se reducía.
Finalmente, una vez que pasaron los 50 días y nadie había
acudido en su ayuda, Pizarro decidió que era hora de partir.
Sin embargo, se le planteó una nueva dificultad: los dos
buques amarrados no tenían capacidad para transportar a los 70
soldados que habían sobrevivido. Por ello, se vio obligado a
tomar una difícil decisión.
«Pizarro optó entonces por esperar a que el hambre, la
enfermedad y los indios redujeran a sus efectivos. Cuando
sucedió, los soldados destruyeron el fortín y se amontonaron
en los dos bergantines. Hacía seis largos meses que habían
llegado a San Sebastián», explica por su parte el profesor de
Civilización Hispanoamericana Colonial Bernard Lavallé en su
texto «Francisco Pizarro y la
conquista del imperio inca».
A partir de ese momento su tenacidad le valió la reputación
de hombre valeroso y regio. De hecho, pronto llegó a
convertirse en alcalde de Panamá, un territorio que se
convirtió en la punta de lanza para la conquista española de
Perú.
En 1522 Pizarro decidió que era hora de partir hacia tierras
inexploradasSin embargo, parece que Panamá terminó
haciéndosele pequeña, pues en 1522 Pizarro decidió que era
hora de partir hacia tierras inexploradas. Por ello, a la edad
de 32 años decidió asociarse con otros dos buscadores de
aventuras y poner rumbo hacia Perú, lugar sobre el que
circulaban todo tipo de historias relacionadas con riquezas
que esperaban ser capturadas por el primer conquistador que
las encontrara.
«La palabra Perú (Pirú o Perú) provenía, parece ser, de Birú,
nombre de un cacique rico en oro y en perlas que, según los
indios, vivía por allá, en el sur, y de quien los españoles
habían escuchado hablar durante sus primeras exploraciones
sobre la costa del Pacífico», sentencia Lavallé en su libro.
Las promesas de riqueza cautivaron así al barbudo
conquistador español, que organizó en 1524 una primera
expedición formada por dos desvencijados barcos, 110 hombres,
4 caballos e, incluso, un perro de guerra. No obstante, y a
pesar del dinero invertido, esta primera aventura no tuvo
demasiado éxito. A pesar de todo, Pizarro no se dio por
vencido, y tan sólo dos años después planeó un nuevo viaje en
el que, con unos recursos similares, partió de nuevo en busca
de Perú.
Estatua de Francisco Pizarro en su localidad
natal, Trujillo (Cáceres)
Aunque este éxodo comenzó de una forma algo más prolífica que
el anterior, pues consiguieron capturar una barcaza mercante
india cargada con todo tipo de perlas preciosas, no terminó de
forma agradable. Concretamente, las dificultades llegaron
después de que la columna española se adentrara en la jungla,
donde los soldados, hambrientos, sedientos y carcomidos por
las enfermedades, tuvieron que hacer frente también a algunos
grupos de indígenas.
Tal fue la situación de los soldados, que, cuando llegaron a
una isla segura, muchos decidieron que ya habían pasado
suficientes calamidades como para seguir adelante. De hecho,
la mayoría plantearon que erahora de izar el ancla y volver a
territorio español.
En ese momento, Pizarro lanzó un discurso de gran emotividad
intentando convencer a sus hombres de que aguantaran un poco
más, pues las riquezas se encontraban al alcance de la mano.
«Desenvainando su espada, habría trazado una línea sobre la
arena y propuesto pasarla a aquellos que, en vez de la
oscuridad y de las miserias seguras de Panamá, ¡prefirieran el
oro y la gloria de Perú!. (…) Según la tradición, trece
hombres atravesaron la línea trazada por su jefe. La historia
de la Conquista los conoce bajo el nombre de los Trece de la
Fama», determina el escritor.
Parece que la decisión les fue ventajosa pues, tras explorar
una extensa área del oeste de América del Sur, lograron
hacerse con todo tipo de riquezas entregadas por algunos
caudillos locales y volvieron a Panamá como héroes en 1529. No
obstante, tras este último viaje, ahora tocaba proyectar la
invasión armada del territorio, la cual alzaría a Pizarro como
gran estratega militar.
Una nueva y curiosa expedición
Este viaje armado fue planeado a penas dos años más tarde.
«La expedición dejó el puerto de Panamá el 20 de enero de
1531. Llevaba más de 180 hombres y una buena treintena de
caballos. (…) Conociendo la importancia militar que tenían
entonces estos animales en los combates contra los indios, es
una prueba manifiesta de que esta vez el objetivo ya no era
explorar Perú, sino más bien conquistarlo militarmente»,
señala Lavallé.
Al mando de este contingente se destacó Pizarro, quien nombró
a su hermano Hernando como uno de sus más destacados
oficiales. No pasó mucho tiempo hasta que la columna española,
que contaba en este caso con arcabuces -un arma muy temida por
indígenas-, decidió pisar definitivamente suelo peruano. De
hecho, planearon invadir a la civilización inca aprovechando
que esta se encontraba sumida en una guerra civil que
enfrentaba a dos de sus líderes (Atahualpa y Huáscar) por el
poder.
Los conquistadores españoles desconocían las intenciones del
líder inca AtahualpaEn poco tiempo, el contingente español
recorrió hacia el sur un amplio trecho de la costa oeste de
América del sur sin encontrar ni una mera onza de oro. A esto
se unió el hecho de que, cuando la desesperación empezaba a
cundir entre los soldados -ávidos de riquezas-, llegaron
informes de que Atahualpa se había puesto al mando de un
contingente formado por miles de incas en el norte. Aunque es
cierto que los conquistadores desconocían la actitud del líder
suramericano hacia ellos, no podían correr el riesgo de que
ese inmenso ejército se hubiera constituido para darles caza.
En busca de Atahualpa
Hoy todavía se desconoce por qué se tomó la decisión, pero ya
fuera por soberbia, por descubrir las verdaderas intenciones
de Atahualpa, o por buscar suerte en el norte, Pizarro decidió
que partiría con sus soldados al encuentro del inca.
De nuevo, y haciendo uso de su oratoria, dio un discurso a
los soldados en el que, según los cronistas, señaló que, en el
caso de que los incas fueran hostiles, confiaba en que sus
soldados estarían a la altura de las circunstancias. «Habría
dejado saber a sus hombres que debían estar listos para
cualquier eventualidad. Poco importaba su pequeño número
frente a la “multitud de gentes” que rodeaban al inca. Pizarro
esperaba que todos dieran “muestras de coraje como tenían
costumbre como buenos españoles que eran”», señala el autor.
La suerte estaba echada. El contingente español formó
decidido a avanzar hacia la ciudad de Cajamarca (ubicada en la
sierra norte de Perú), al encuentro del poderoso líder inca.
Desconocían si este combatiría o no, pero estaban decididos a
hacer frente a cualquier eventualidad y confiaban en sus
cañones, en sus fieles arcabuces -cuyo estruendo acongojaba a
los indios-.y en sus caballos -animales que los nativos creían
infernales y ante los que huían aterrados-.
Durante el largo camino, sin embargo, todo tipo de emisarios
de Atahualpa acudieron al encuentro del pequeño ejército de
Pizarro, ofreciéndoles multitud de regalos e informándoles de
que su jefe pretendía reunirse con ellos en Cajamarca. No
obstante, esto no relajó a los oficiales españoles, cuya vista
se iba a la empuñadura de la espada con cada paso que daban.
Tal era el recelo, que algunos oficiales de la columna
aconsejaron al español no comer ni beber nada enviado por el
rey enemigo.
Llegada a Cajamarca
El 15 de noviembre de 1532, la columna vio por fin la entrada
de Cajamarca, una bella ciudad pétrea a 2.700 metros de
altura. «Los españoles se quedaron mudos por el gran espanto
que sintieron al ver la extensión del campamento enemigo. En
él habría unas 50.000 personas, más de la mitad guerreros»,
explica, en este caso Barletta.
En un intento de ganar confianza y desconcertar a los
posibles asaltantes que esperaran escondidos en la ciudad,
Pizarro ordenó que sus jinetes entraran con un estruendoso
galope en Cajamarca. En cambio, no hizo falta usar el terror
que insuflaban las monturas españolas en los indios, pues esa
parte de la ciudad estaba desierta. Aprovechando esa pequeña
ventaja, los militares españoles decidieron entonces asentarse
en la plaza central del lugar, la cual podría hacer las veces
de fortaleza al contar sólo con dos entradas entre los
edificios.
Curiosamente, pronto llegó al encuentro de Pizarro un
emisario inca para informar a los españoles de que su jefe,
Atahualpa, se encontraba acuartelado junto a sus hombres en un
complejo cercano. No había más que hablar: Pizarro encomendó a
su hermano dirigirse al lugar y entrevistarse con el líder
suramericano.
Sin embargo, también ordenó a Hernando que ejecutara un
curioso plan que había elaborado para poder vencer al inmenso
ejército inca. «Pizarro pensó que Atahualpa podía atacar esa
noche, así que tomó la iniciativa. Invitaría al Inca a cenar
con él, y en ese momento lo apresaría. (…) El plan era osado,
pero (…) lo ejecutó con firmeza», señala el autor peruano.
Tras seleccionar a una pequeñísima escolta, Hernando se
presentó ante Atahualpa. Este, según Lavallé, era un hombre
fuerte, atractivo y de unos treinta años. Altivo, el líder
Inca no se dirigió en ningún momento de forma directa al
representante español, sino que hizo que sus palabras pasaran
primero por un noble. Por su parte, los españoles no
descabalgaron de la montura en toda la entrevista ante el
miedo de ser atacados.
Tras beber un licor local -no sin recelo por parte de los
españoles, que seguían manteniendo la idea de que los
presentes que se les otorgaban podían estar envenenados-
Hernando pidió al líder Inca, como estaba previsto, acudir a
cenar al improvisado cuartel español. Tras unos segundos,
Atahualpa decidió no decepcionar a los visitantes y, aunque
explicó que aquel día ya era tarde, acudiría en la jornada
siguiente a comer. El plan estaba en marcha. Rápidamente, los
jinetes volvieron a contar las novedades a su jefe para
iniciar los preparativos para la captura.
Sin embargo, Atahualpa tenía su propia estrategia. «Su plan
era simple: él iría ante los españoles aparentemente sin mala
intención, pero muy decidido a tomarles por sorpresa, a
matarlos junto a sus monturas, y a reducir a la esclavitud a
quienes se salvaran. Para esta emboscada, ordenó a sus
soldados cubrir sus ropajes hechos de hojas de palma con
amplios vestidos de lana», señala por su parte Lavalle.
Una increíble victoria
Al día siguiente los españoles prepararon su emboscada.
Concretamente, Pizarro estableció que el rapto de Atahualpa se
llevaría a cabo en el centro de la plaza. A su vez, ordenó a
todos sus jinetes mantenerse inmóviles hasta que él diera la
orden de ataque. Todos se encomendaron a Dios, pues sabían que
su única forma de sobrevivir en aquella ciudad era capturar al
inca, de lo contrario, serían aplastados por el inmenso
ejército enemigo.
Atahualpa llegó al campamento casi al anochecer, después de
múltiple insistencias. Junto a él, traía a un inmenso séquito
y una ingente cantidad de riquezas que avivaban todavía más
las ilusiones españolas. En cambio, también se destacaban en
sus filas miles y miles de combatientes ansiosos de acabar con
los españoles conquistadores.
Todavía en aparente paz, el sacerdote de la compañía fue el
primero en dirigirse, con su debido traductor, a Atahulpa.
Como estaba planeado, el religioso se acercó al rey inca para
pedirle que se convirtiera al cristianismo y aceptara la
palabra de Dios. De hecho, y como símbolo de sus palabras, le
entregó una Biblia al poderoso líder, el cual se encontraba
sentado en un trono transportado por varios porteadores.
Atahualpa, que jamás había visto un
libro, no consiguió ni tan siquiera abrirlo. De hecho, al poco
de tratar de averiguar como funcionaba aquel extraño
artilugio, lo lanzó contra el suelo con odio para después
acusar a los españoles de haber robado y saqueado sus
ciudades. Al parecer, esto fue demasiado para el clérigo, que
clamó, según Lavallé, venganza.
La paciencia cristiana se agotó. Pizarro, armado con su
espada, se abalanzó entonces sobre Atahualpa con un pequeño
séquito para, a continuación, dar la señal de ataque. En ese
momento, los casi cincuenta jinetes españoles se lanzaron
sobre los soldados enemigos y la multitud que, al tratar de
huir, provocó una avalancha humana increíble en la que
fallecieron cientos y cientos de incas.
Por su parte, mientras los cañones y los arcabuces daban
buena cuenta de las tropas enemigas, Pizarro se abalanzó sobre
el trono de Atahualpa acompañado por una veintena de soldados.
Casi en trance, la escasa tropa atravesó y despedazó con sus
espadas a la guardia personal del inca, que, finalmente, fue
capturado.
Media hora después la plaza era un caos. La mayoría de las
tropas enemigas habían huido de la ciudad con pavor. Por otro
lado, casi tres mil cuerpos, una inmensa parte de los soldados
de Atahualpa, salpicaban el suelo. Había sido una masacre, y
había sido perpetrada por tan sólo dos centenares de españoles
que habían puesto en fuga a un ejército de unos 40.000
hombres.
El fallido rescate de Atahualpa
El plan había tenido un final impecable. Tras la captura,
Pizarro encarceló en una habitación a Atahulpa, quién, en un
intento de ser liberado, prometió a los españoles llenar esa
misma estancia de oro y otras dos similares de plata si le
dejaban libre. Pizarro aceptó sin dilación y, así, comenzaron
a llegar a la ciudad toneladas y toneladas de riquezas para
los conquistadores.
Tras varios meses, los españoles lograron conseguir un botín
cercano a 1.200.000 pesos, una ingente cantidad que nunca
antes había sido obtenida en ninguno de los viajes de Pizarro.
Los soldados no cabían en sí de gozo durante el reparto, pues
al fin habían obtenido lo que llevaban años buscando.
En cambio, Pizarro se retractó en su promesa y decidió acabar
con la vida de Atahualpa tras recibir falsas e interesadas
opiniones de sus allegados. Finalmente, el 26 de julio de
1533, los oficiales españoles se reunieron y decidieron el
ajusticiamiento del rey por, entre otras cosas, sus traiciones
sobre los cristianos.
Esa misma tarde, las tropas españolas se reunieron en la
plaza de la ciudad para poner fin a la vida del mandatario.
«El inca fue amarrado a un tronco de árbol y se colocaron a
sus pies haces de leña, pues se había tomado la decisión de
quemarlo vivo por idólatra», destaca el escritor.
En cambio,
los sucesos dieron un giro después de que el clérigo español
instara a Atahualpa a recibir los santos sacramentos antes de
morir para, así, no fallecer en pecado. «Atahualpa habría
preguntado adónde iban los cristianos después de su muerte.
Frente a la respuesta de que eran enterrados en una iglesia,
el inca habría declarado entonces su voluntad de ser
cristiano. Añade en el texto Lavallé. Por ello, finalmente fue
bautizado y, en lugar de ser quemado vivo, murió ahogado.
La muerte de Pizarro
Después de la proeza llevada a cabo con sus 200 hombres, la
suerte dejó de sonreír a Pizarro, que acabó enemistado con
otro de los conquistadores españoles, Diego de Almagro. El
enfrentamiento llegó a tal nivel que ambos se enfrentaron en
una batalla decisiva en la que vencieron las tropas
pizarristas.
Tras la muerte de Almagro –el cual fue ajusticiado después de
ser enjuiciado por los hermanos Pizarro-, una docena de sus
partidarios atacaron por sorpresa a Francisco en su casa de
Lima el 26 de junio de 1541. Finalmente, y a pesar de que se
defendió hasta el final, el viejo conquistador español cayó
muerto de una estocada en la misma ciudad que había fundado
sólo seis años antes.