(Un texto de Esteban Hernández en El Confidencial del 13 de septiembre de 2013)
Pensador complejo, figura admirada y odiada,
Baruch
Spinoza (1632-1677) vivió tiempos convulsos en los que
supo navegar con una firmeza extraordinaria.
Gabriel
Albiac, (1950) catedrático de filosofía de la
Universidad Complutense de Madrid,
trazó un espléndido
recorrido sobre su vida y obra en
La sinagoga
vacía, dibujando con precisión el ambiente en el que su
pensamiento creció, y detallando el entorno social que lo hizo
posible. Con ese texto consiguió el Premio Nacional de Ensayo y
ahora acaba de reeditarlo ampliado (Ed. Tecnos).
La aparición de un texto del “hereje”
Uriel da Costa,
que se creía desaparecido y que fue encontrado en una biblioteca
del norte de Europa escondido en las tapas de otro libro, ha sido
uno de los motivos que le han llevado a reactualizar una obra
esencial para concoer a uno de esos pensadores ocultos que
configuran esa línea subterránea de la filosofía que incluye a
nombres como
Maquiavelo o
Marx,
y cuya radicalidad queda demostrada por el epitafio que hicieron
grabar sobre su lápida: “Escupid sobre esta tumba, aquí yace
Spinoza”.
"¿Dónde están las ostias?"
La gran descripción que Albiac realiza del mundo "marrano"
(nombre con el se que conocía a los conversos) no es gratuita, ya
que sin conocer ese contexto no sería posible dar cuenta de la
figura de Spinoza y de la radicalidad de su pensamiento. Baruch
(Benedicto o Benito), nacido en Ámsterdam,
hijo de judíos
españoles, crece en una extraña atmósfera llena de temor y
desconfianza, ya que los sefardíes, tras la expulsión
de nuestro país, viven sumidos en una dinámica peculiar.
Las
autoridades holandesas pensaban que se trataba de una reunión de
conspiradores católicos
Desplazados hacia Portugal, viven una fase de transición, ya que
se les fuerza a la conversión formal, pero siguen practicando el
judaísmo de forma oculta. Emigrarán después a Ámsterdam (conocida
entre ellos como la 'Jerusalén del norte'), donde se vivía una
atmósfera extraordinaria de libertad religiosa, pero ese nuevo
mundo no conseguirá que la comunidad pierda sus recelos, más al
contrario. Como narra Albiac,
continuaron viviendo en una
atmósfera de clandestinidad, “como si no terminaran de
asumir que podían profesar sus creencias sin ser perseguidos por
ello. Hasta tal punto fue así que las autoridades holandesas,
sospechando de tanta desconfianza, irrumpieron en una de sus
celebraciones al grito de ‘¿Dónde están las ostias?’, pensando que
se iban a encontrar una reunión de conspiradores católicos (su
gran enemigo entonces era la monarquía española). Lo que
encontraron fue un montón de judíos celebrando el Kippur, con lo
que se disculparon y se marcharon”.
La paradoja de la tolerancia
A partir de aquel esperpéntico momento, la mentalidad de los
"marranos" se transformó y su integración se aceleró. Ya no
vivirán más como una comunidad perseguida o simplemente tolerada,
sino que serán miembros de pleno derecho de la vida social,
política y económica de Ámsterdam. Sin embargo, los efectos de esa
nueva vida en libertad conducirán sorpresivamente a lo que
Leszek
Kolakowski describió como la “paradoja de la
tolerancia”, y que uno de los estudiosos más reconocidos de la
obra de Spìnoza,
Friedrich Pollock, sintetizó
en la siguiente máxima: “Es rasgo común a la historia de la
humanidad, y uno de los más tristes, que apenas una comunidad
perseguida vea asegurada su libertad comience a convertirse, a su
vez, en perseguidora”.
Esas
fantasías mesiánicas produjeron una verdadera hecatombe en el
mundo judío
Tras siglo y medio en la clandestinidad, explica Albiac, los
judíos sefardíes comenzarán a perseguirse, y ese siglo de
permanentes conflictos internos dará lugar a posiciones
peculiares, en ocasiones de una radicalidad sorprendente. La
primera de ellas es la que conduce a
la aparición de una
corriente atea entre sus miembros, cuya caso más
conocido es el de Uriel da Costa, ”quien se suicidó dejando un
texto de un dramatismo extraordinario”, pero al que también
acompañaron otras figuras relevantes, como
Juan de Prado,
“que formaban parte de esa segunda generación de sefardíes, ya
nacidos en Holanda, a caballo entre el mundo de Ámsterdam y el
judío”, y que fueron capaces de exponer perspectivas teóricas
totalmente inusuales.
Pero ya que, como afirma Albiac, esa comunidad que vivía
permanentemente entre el temor y la esperanza “sólo podía producir
ateos o rabinos”, es lógico que diera cabida de un modo
especialmente vivo a las tendencias mesiánicas. Y más aún cuando
hablamos de un siglo que contenía el año 1666, el instante en que
culminó esa tentación apocalíptica, “que está en todas las
tradiciones religiosas de corte monoteísta".
Las
fantasías del regreso a la patria de las tribus de Israel,
siempre presente en el imaginario judío, adquiere una dimensión
sorprendente, “y muchísimos viajeros aseguran haber
contemplado cómo se estaba produciendo el retorno real de los
ejércitos de Israel, que avanzaban imparables hacia Jerusalén.
Esas fantasías mesiánicas produjeron una verdadera hecatombe en el
mundo judío”.
Expulsado, excomulgado, desterrado
Ese es el entorno en el que crece Spinoza, hecho de libertad de
comercio y religiosa, de tensiones internas y de
reinterpretaciones diversas de la palabra divina, y que se edifica
a partir de un miedo (el de la clandestinidad) y una esperanza (la
del regreso a casa, la del final de los padecimientos)
exacerbados. El autor de la
Ética es hijo de esa época,
por lo que acomete la única empresa posible para un filósofo en
ese momento histórico, “llevar a cabo una crítica de esa esperanza
que ha llevado a la locura. Y eso es lo que hace Spinoza,
combatir
esas dos mistificaciones que llevan a la servidumbre humana, el
miedo y la esperanza, que nos obligan a renunciar al presente a
cambio de un futuro anhelado”.
Spinoza
es plenamente consciente de cómo lo religioso es un arma
utilizada por el gobernante para asentar su gobierno. Esa actitud crítica le convirtió en una pequeña figura en la
ciudad, pero también en un nombre que no se debía mentar en
público. A pesar de que el 27 de julio de 1656 fue excomulgado,
expulsado
de la comunidad judía y desterrado de la ciudad, su persecución
no se detuvo ahí. La publicación anónima de su
Tratado
Teológico-Político catorce años después le granjeó nuevos y
poderosos enemigos, hasta el punto que tomó la decisión de no
volver a publicar más obras en vida.
La intensidad de la persecución sufrida por Spinoza, notable
incluso para la época, es inteligible si se piensa en las
consecuencias a las que abocaba su pensamiento.
Spinoza,
subraya Albiac, no sólo era peligroso para el siglo XVII, sino
que lo es para el XXI. En primer lugar, “porque
prescinde de cualquier idea de trascendencia y de salvación, al
despersonalizar el concepto de dios e identificarlo con la
infinita red de determinaciones causales”. Spinoza, además, es
capaz de afirmar que “la función de las tradiciones religiosas ha
sido siempre la de servir de elemento de consolidación de
estructuras de poder concretas. Spinoza ha leído a Maquiavelo y
sus comentarios a
Tito Livio”, por lo que es
plenamente consciente de cómo lo religioso es un arma utilizada
por el gobernante para asentar su gobierno.
El bien y el mal no existen
Ateísmo y maquiavelismo: pocas líneas de pensamiento más
despreciadas podía seguir un filósofo, lo que explica buena parte
de las animadversiones que Spinoza generó. Sin embargo, su
potencial para hacerse combatir no se agotaba ahí. Existían otros
tantos puntos que resultaban abominables, para su época y
probablemente para la nuestra. El primero de ellos es el de la
ética entendida como mera potencia. Según Spinoza “
Si los
hombres fueran libres, no se formarían, en tanto siguieran
siendo libres, ninguna idea sobre el bien o el mal”. Y
no lo hay porque términos como bien o mal carecen de sentido
excepto en lo que se refiere a un aumento o pérdida de potencia.
Más propiamente podemos hablar de tristeza (cuando nuestra
potencia disminuye) o de gozo (cuando se incrementa), pero nada
más: el ser humano es puro y simple deseo, y deseo de permanencia,
por lo que los dilemas éticos del humanismo carecen de todo
sentido.
Los
fundamentos principales de un Estado son las buenas leyes y los
buenos ejércitos
Esas ideas, apunta Albiac, fueron las que “provocaron que una
mañana de 1724,
Fichte se dirigiera a sus
alumnos y pusiera en marcha la máquina de un sistema,
el
idealismo alemán, destinado a combatir a Spinoza y su
pensamiento, que veía como peligrosísimo e inaceptable.
Fichte percibió claramente cómo Spinoza pensaba que la
subjetividad era construida por las estructuras materiales y
frente a eso elaboró un idealismo trascendental que establecía
finalidades en la historia. Pero esas ideas han demostrado dónde
nos conducían: ellas son las que construyeron los primeros 45 años
del siglo XX, y de ellas proceden sus tragedias. La precaria
recuperación de Spinoza a partir de entonces tiene que ver con la
necesidad de entender lo ocurrido, porque a su través podemos ver
claramente cómo todos los errores acaecidos en ese periodo
provienen de atribuir finalidades a la realidad y de tratar de dar
sentido a la historia”.
La multitud es servil
En segundo lugar,
en un mundo donde la ética es una
física, la política no es más que una lucha de poder. Y
dado que el individuo, por sí mismo, posee una potencia limitada,
sólo puede encontrar su máxima expresión cuando suma su potencia a
las de otros. Eso es lo que configura la siempre repetida tensión
que enfrenta a los gobernantes con la multitud a la que gobiernan.
Spinoza se adhiere a la visión de Maquiavelo según la cual “los
fundamentos principales de un Estado son las buenas leyes y los
buenos ejércitos y puesto que no puede haber buenas leyes donde no
hay buenos ejércitos,
conviene que donde haya buenos
ejércitos existan también buenas leyes”.
La
muchedumbre aparece más bien como una figura que, privada de su
padecer, deja de ser
Con esta perspectiva, y como algunos expertos en Spinoza han
afirmado, caso de
Warren Montag, se consigue que
el gobierno satisfaga los intereses de la mayoría: al no querer
ver reducida su potencia (ya que la multitud se opondría) el
gobierno trata de dirigir la nave según el interés común. Pero,
refuta Albiac, si algo nos ha enseñado el siglo XX, “es que
dirigentes totalitarios como
Hitler o
Stalin
pudieron gobernar contra su pueblo a partir de una serie de
identificaciones simbóilcas que utilizaba para sojuzgarles.
Spinoza, como Maquiavelo, no eran unos ingenuos a este respecto,
estaban totalmente vacunados contra el sueño de una política
racional”.
En este sentido, Albiac entiende que
las tesis que encuentran en la multitud un
concepto emancipador, como la de
Toni Negri, no
se ajustan al pensamiento de Spinoza, para quien “la muchedumbre
aparece más bien como una figura que, privada de su padecer, deja
de ser. En Spinoza, el concepto de multitud es todo menos unívoco,
pero sí parece claro que sus ideas sobre la multitud se asemejan
mucho a las que desarrollaba
La Boétie en
Sobre
la servidumbre voluntaria”.
¿Cómo llevar una vida ética hoy?
El problema queda así planteado de una manera nítida. Porque si
no
hay bien o mal, más allá del aumento o disminución de
la potencia, y no hay posibilidad de contrapoder en la sociedad,
ya que la multitud, la única figura que podría ejercerlo, se halla
sometida a su dominador, ¿cómo puede llevarse una vida ética, esto
es, potente, hoy?
Para Albiac, sólo hay una respuesta posible, tanto en nuestro
tiempo como en el siglo de Spinoza: “
Una vida potente sólo
se obtiene acumulando conocimiento. Todo lo que sea
suplantar el conocimiento por las esperanzas, los anhelos y las
ilusiones, que son una forma de delirio menor según
Freud,
es hacernos más siervos. Sólo hay una liberación, y es la del
conocimiento, que no elimina las determinaciones, pero que te
permite saber cómo actuar. Cuando sabes que si te tiras por la
ventana no vas a volar, ser consciente de ello no va a evitar que
te estrelles, pero sí te permite efectuar las actuaciones
necesarias en función de lo que pretendas.
Se trata de
entender lo que ocurre”.